03 febrero 2013

Decíamos ayer... La deuda griega

No. Por esta vez no vamos a hablar de la vergüenza política y económica que, como aquel fantasma de antaño, hoy recorre Europa. Pero al oír hablar, tantas y tantas veces en los últimos meses, de la traída y llevada deuda griega, no puedo dejar de considerar que hay muchas clases de deudas. Unas se pagan, otras no y algunas son absolutamente impagables. A veces las deudas son tan monstruosas que ni las personas, ni los pueblos que las contraen, nunca serán capaces de satisfacerlas. Pero, al menos, conviene que ni el deudor, ni el acreedor, lo olviden. Y a veces esos papeles no están tan claros como parece.
Esta entrada se publicó en mayo de 2007 con el título original de "Las lágrimas de la Historia".
Arvoles yoran por luvyas
I muntanyas por ayres
Ansi yoran los mis ojos
Por ti, kerida amante
Torno i digo: ke va ser de mi
En tierras ajenas yo me vo murir

 
Romanza tradicional sefardí

   
P (LT.C. Brookhart U.S. Army:): ¿A cuántos judíos en total se reunió y envió desde Grecia?
R (Dieter Wisliceny NDAP SS): Había más de 50.000 judíos; creo que se evacuó a unos 54.000 de Salónica y Macedonia.
P: ¿En qué basa usted su cifra?
R
: Leí un informe detallado de Brunner dirigido a Eichmann una vez se completó la evacuación. Brunner se fue de Salónica a finales de mayo de 1943. Yo no estuve en Salónica entre primeros de abril y finales de mayo, así que Brunner llevó a cabo la acción solo.

P: ¿Cuántos transportes se utilizaron para enviar a los judíos desde Salónica
R: Entre 20 y 25 trenes de mercancías.
P: ¿Y a cuántos se envió en cada transporte

R: Había al menos 2.000, y en muchos casos 2.500
P: ¿Cuál fue el destino de estos transportes de judíos desde Grecia
R: Auschwitz en todos los casos.
P: ¿Y qué se hizo finalmente con los judíos enviados a Auschwitz desde Grecia
R: Fueron enviados sin excepción a la llamada "solución final"
P: Cuando dice usted que a los judíos llevados a Auschwitz se les aplicó la "solución final", ¿a qué se refiere?
R: Con eso me refiero a lo que Eichmann me había explicado usando el término "solución final", es decir, que fueron destruidos biológicamente. Por lo que sé de las conversaciones que mantuve con él, esta aniquilación tuvo lugar en las cámaras de gas y los cuerpos fueron después destruidos en los crematorios.

Actas de los juicios de Nüremberg.  Vigésimo sexto día. Jueves, 3 de enero de 1946
 
El esplendoroso sol primaveral que lucía en la calle, el primero desde hacía casi 20 días, no invitaba a oír una conferencia, aunque el fresquito del aire acondicionado que ronroneaba en la sala paliaba un tanto la tentación de salir a pasear al frescor de los jardines exteriores. Se inauguraba el II Ciclo de Cultura Sefardí, y en la mesa se sentaban dos figuras de altura en los estudios sefardíes actuales: la profesora Alisa Ginio de la Universidad de Tel Aviv y la profesora Rena Molho de la Universidad Panteion de Atenas. Ya desde la presentación de sus intervenciones, el relajante y musical acento judeo español de Moshe Shaul,  vicepresidente de la Autoridad Nacionala del Ladino de Tel Aviv, con su bonachón aspecto de abuelito contador de cuentos (“…aqueste çiclo que ainda comença…”) nos hacia ir olvidando poco a poco el placentero solillo primaveral del exterior e irnos sumergiendo  en un mundo excitante, una especie de mágica resurrección del castellano medieval en un tiempo casi perdido en la bruma de la memoria histórica. Ibamos a centrar nuestra atención, un año más,  en la apasionante historia del éxodo de los españoles de etnia judía decretado por los reyes católicos en 1492, su constitución como grupo social, su cultura y su periplo por los pueblos y costas del mediterráneo.
 
Después de las protocolarias presentaciones, la profesora Ginio, en su impecable castellano, centró en el espacio nuestra posición mental mostrándonos, en un prodigio de claridad expositiva, la procedencia interna y los flujos migratorios de los aproximadamente 200.000 judíos que salieron de España entre 1492 y 1512. Sin una sola diapositiva de PowerPoint, ni siquiera un puntero laser, con la sola expresividad de su voz y el orden implacable de su exposición, los allí presentes seguimos a la perfección, como en un viaje de ensueño, la expansión de la comunidad sefardí desde  sus orígenes en Castilla, Galicia o Andalucía hasta Marruecos, Sicilia, Grecia, Ismir o Estambul. Apenas recuperado el aliento, tomaba el relevo la profesora Molho para profundizar en la historia de una de los colectivos tradicionalmente más grandes e influyentes de la comunidad sefardí hasta el siglo XX: la que habitaba en la próspera ciudad de Salónica a orillas del mar Egeo.
 
Molho, nacida ella misma en Salónica y sefardí, por supuesto, en un gracioso castellano más parecido al ladino de Moshe Shaul, fue desgranando la habitual conferencia científica, con su despliegue de datos estadísticos, secuencias de fechas, sucesiones dinásticas y crisis políticas e incluso acontecimientos espectaculares como el gran incendio de Salónica a principios del XX.  Así nos enteramos de que Salónica era una ciudad en la que casi 100.000 personas hablaban judeo español, que esta lengua se convirtió en la lingua franca del comercio marítimo del Egeo y que más de 30 barrios diferentes con nombres como Kal Kastiya, Kal Aragon, Kal Katalán tenían sus propias sinagogas, leyes y servicios sociales de un nivel totalmente inusitado para la época. Todo resultaba muy interesante, y después de casi una hora, la conferencia llegaba a su final, cuando la profesora comenzó a hablar de la conquista alemana de Grecia en 1941. Todos observamos como su voz se hacía más pausada, y aumentaban también sus errores de pronunciación o sus balbuceos luchando con algunas palabras, y todos lo atribuimos al largo, y sin duda fatigoso para ella, tiempo de la exposición.
 
Pero, poco a poco, según iba detallando las acciones de la administración alemana en Salónica: la creación del gueto judío, la obligatoriedad de llevar un distintivo en la ropa, las primeras ejecuciones masivas…, una espesa sombra se fue posando sobre todos los asistentes. Un nudo empezaba a enroscarse en las gargantas, cuando explicó cómo se obligó a los ancianos del consejo sefardí a elegir a los que serían deportados en trenes de ganado, cómo se destruyeron barrios enteros con sus habitantes dentro. Finalmente, Rena calló un momento.  En medio de un silencio que se podía cortar con un cuchillo, sostuvo  sus papeles en la mano temblorosa, nos miró un segundo, y apartándolos a un lado, dijo con un hilo de voz: “en fin… hay muchos datos del mismo tipo”. Tomando la hoja final se dispuso a leer la última línea de su conferencia: “De los apenas 50.000 sefardíes que quedaban en la ciudad de Salónica en 1942, unos 48.000 fueron deportados a Auschwitz, de los cuales…” Aquí esa voz, definitivamente, se quebró. Calló de nuevo, mirando fijamente a la mesa. Después de unos instantes, cuando levantó la cabeza hacia el auditorio, ninguno pudimos ver ya a la profesora  de la Universidad de Atenas. Las cifras, las estadísticas, la precisión científica, habían sido barridas por lo que todos con nitidez imaginamos: la sonrisa de un abuelo, la foto gastada de un tío, el recuerdo de un hermano, el desgarro de un padre. Carraspeó, y sin dejar de mirarnos terminó con voz ronca: “… de los cuales, apenas regresaron 1.500. Muchas gracias”.
 
A pesar del estruendoso aplauso que resonó acto seguido y las palmadas afectuosas de Moshe Shaul, todos y cada uno de los allí presentes pudimos ver en aquellos ojos claros, las tristísimas lágrimas con que se escribe la Historia.

16 junio 2011

Noche oscura del alma

Místicas hay en casi todas las religiones, supongo, y vendrían a ser como la culminación de su mensaje ultra terreno, el no va más de la espiritualidad, un proceso por el que el alma, se ‘escapa’ del cuerpo y alcanza una unión con Dios o un ‘todo’ inaprensible y deslumbrador. Pero precisamente esa ubicuidad cultural: la mística cristiana, el sufismo islámico, la cábala judaica, el nirvana hindú, el trance animista; es la que me hace sospechar la existencia de un sustrato biológico común. Quizá todo ello no sea sino la exacerbación de nuestro más fino logro evolutivo: la capacidad de ‘salir’ de nosotros mismos y contemplar el mundo ‘desde fuera’. De efectuar metarepresentaciones del mundo que nos ayudan a comprenderlo y, lo realmente importante para la supervivencia: a predecirlo. Una capacidad que costo eones desarrollar a nuestro sistema cerebral. Así, solo habría que ‘sobrecargarlo’ un poco, para obtener una experiencia mística. Pero, ¿cómo hacer tal cosa? El repertorio, en general, es bien conocido en todas las culturas: ingesta de drogas, giros vertiginosos, repetición obsesiva de sonidos, privaciones sensoriales, abstinencia sexual, auto castigos corporales, etc, etc...

Quizá por ello, la excepcionalidad de los individuos con capacidad mística, a pesar de lo ubicuo de su concepto, apunta a otro carácter que, sibilinamente, siempre va adherido a la mística: su aire de anormalidad, de marginalidad, de ‘locura’ por así decirlo. Realmente, los místicos de cualquier religión, en general, aunque tolerados, no son bien vistos por sus jerarquías respectivas y la mayoría de las veces son considerados, más como un peligro o una fuente de conflictos, que como un ejemplo práctico a seguir.

En este sentido no cabe la menor duda que la identificación ‘mística’ que hace San Juan de la Cruz (y otros místicos cristianos) entre el clímax de la unión sexual y la plenitud de la unión del alma con la divinidad, tuvo que constituir un perturbador ‘trágala’ para las ascéticas y represoras jerarquías eclesiásticas de la contrarreforma. Siempre que oigo esta ‘Noche oscura’ o el ‘Gocémonos amado’, no puedo dejar de pensar lo que de bellísima celebración del amor terrenal tienen esos versos para el común de los mortales, por mucha ‘simbología mística’ que el bueno de San Juan quisiera echarle al asunto.

Finalmente, también me sorprende que algún cantante actual, en su sano juicio, tenga la humorada de musicar y adaptar estos poemas para el circuito comercial. Más aun me sorprendió cuando descubrí que concretamente este poema de San Juan, lo fue al menos por dos músicos de renombre, de procedencias y estilos tan diferentes como Amancio Prada y Loreena McKennitt (en traducción inglesa). Aquí les dejo la transcripción del poema y las versiones musicales de ambos. Que aproveche (y perdón por el rollo publicitario).



En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
(¡oh dichosa ventura!)
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.

A oscuras y segura,
por la secreta escala disfrazada,
(¡oh dichosa ventura!)
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.

En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía
sino la que en el corazón ardía.

Aquésta me guiaba
más cierta que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.

¡Oh noche que me guiaste!,
¡oh noche amable más que el alborada!,
¡oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!

En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.

El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.

Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el amado,
cesó todo, y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.



Upon a darkened night
the flame of love was burning in my breast
And by a lantern bright
I fled my house while all in quiet rest


Shrouded by the night
and by the secret star I quikly fled
The veil concealed my eyes
while all within lay quiet as the dead


Upon that misty night
in secrecy, beyond such mortal sight
Without a guide or light
than that which burned so deeply in my heart


That fire t'was led me on
and shone more bright than of the midday sun
To where he waited still
it was a place where no one else could come


Oh night though was my guide¡
oh night more loving than the rising sun
Oh night that joined the lover
to the beloved one
transforming each of them into the other

Within my pounding heart
which kept itself entirely for him
He fell into his sleep
beneath the cedars all my love I gave


From o'er the fortress walls
the wind would brush his hair against his brow
And with its smoothest hand
caressed my every sense it would allow


I lost myself to him
and laid my face upon my lovers breast
And care and grief grew dim
as in the mornings mist became the light
There they dimmed amongst the lilies fair





25 abril 2011

Decíamos ayer... Raíces y puntas

En estas fiestas pascuales sentado en la terraza de un bar perdido en un ignoto pueblo, del remoto norte burgalés, oia hablar a un par de gañanes de sus particulares gañanías. Las trivialidades, tópicos y ajenas verguenzas que (como todas) desprendía la conversación, resaltaban, aun más si cabe, una extraña peculiaridad: no había en ellas ningún acento perceptible; ningún ceceo, siseo, tonillo o musiquilla. Parecía como si estuviese "leyendo" la conversación, más que oyéndola. Era "acento cero". Castellano puro (y duro). Aquello me recordó mi ya lejano 'Raíces y puntas' de junio de 2007. Helo, pues, aqui.


Cono aiutorio de nuestro
dueno dueno Christo, dueno
salbatore, qual dueno
get ena honore et qual
duenno tienet ela
mandatione cono
patre cono spiritu sancto
enos sieculos delo siecu
los. Facamus Deus Omnipotes
tal serbitio fere ke
denante ela sua face
gaudioso segamus. Amen.



Glosa en margen derecho
Códice Emilianense 60. Página 72.

¡Au… Agggsh..!! Cuando sentí el agudo dolor y el brusco tirón en la manga, no pude por menos que detenerme, intentando soltar la zarza que sobresalía sobre el estrecho sendero y que se había enganchado como una lapa a mi brazo. La pausa forzada, mientras me frotaba desconsolado el rasguño, me hizo ser (dolorosamente) consciente de la explosión vegetal que los primeros soles y calores de esta primavera anormalmente lluviosa habían desatado. Todo contribuía a dar un aspecto lujurioso al monte que me rodeaba, lo que unido a ese silencio profundo y denso, que tanto nos desconcierta a los urbanícolas, le otorgaba un carácter íntimo y arropador, como un cálido regazo verde que invitara más al reposo y al sueño que al esfuerzo montañil. Así que, haciendo caso al sentido común y olvidando las perentorias llamadas del GPS a cumplir con el itinerario previsto, me senté un rato frente al esplendoroso paisaje que tenía a mí alrededor.

El monte Toloño con sus casi 1300 m de altitud sobre los que ahora cabalgaba, me otorgaba una vista excepcional. Hacia uno de los lados, el suroeste, rielando bajo el sol cegador del mediodía, una inmensa planicie detalladamente cuadriculada, era recorrida por dos finas líneas verdes que convergían sobre otra más gruesa que espejeaba con amplios meandros. Eran las arboledas de los ríos Oja y Tirón alimentando con sus aguas al caudaloso Ebro, y regando, hasta donde se perdía la vista, los viñedos de La Rioja. Allá abajo relucían el denso caserío de Haro, los castillos medievales de Sajazarra y San Vicente de la Sonsierra y a lo lejos cerraba el paisaje la inmensa mole, aún coronada de nieves, del pico San Lorenzo. En sus laderas, Ezcaray y San Millán de la Cogolla solo eran visibles con los prismáticos que sostenía sobre mi pecho.

Al girar la cabeza hacia el este, para seguir con la vista el curso del Ebro, la llanura parecía agotarse. La mancha urbana de Miranda empujaba la mirada hacia la tupida red de finas líneas que, desplegándose desde allí, parecían converger hacia un profundo tajo abierto en el muro que cerraba el paisaje al sur. Todas aquellas carreteras, vías férreas y autopistas se precipitaban ahora por la estrecha hendidura del desfiladero de Pancorbo el cual, burlando las estribaciones de la poderosa cordillera cantábrica, las permitía derramarse sobre los campos todavía intensamente verdes de La Bureba burgalesa. Allí los prismáticos a duras penas me daban un vislumbre de Briviesca. A su vera, vigilantes, los altos riscos de Cellorigo y La Muela parecían todavía acompañar al conde burgalés Fernán González y al alavés Vela Jimenez a proteger aquel estratégico paso a la meseta de las acometidas anuales de las huestes del califato de Córdoba.

Finalmente, y volviendo ya la vista hacia el noreste, todo rastro de llanura desaparece: los montes se superponen unos a otros, difuminándose gradualmente desde el verde intenso hasta el azul neblinoso. El Ebro se hunde en ellos por los riscos de Portilla en busca de las agrestes tierras del norte castellano, donde el valle burgalés de Losa y el alavés de Valdegovía, lindantes ya con los territorios vizcaínos de Orduña, acogen en su regazo los recónditos lugares de Berberana y Valpuesta. Más al norte, otro profundo tajo en la cadena montañosa señala el paso hacia la llanada alavesa que, invisible desde aquí, es dominada por un segundo gigante nevado que cierra el horizonte en la lejanía: el emblemático monte Gorbeia que reina ya sobre el corazón de Euskadi.

Calmado ya un tanto el dolor del antebrazo, una suave paz interior me fue invadiendo poco a poco mientras juntaba en mi cabeza las piezas que tenia ante mí. Aquellas tierras que desde mi atalaya divisaba todo alrededor, un vasto círculo de unos cien kilómetros de radio, formaban, claro está, el sustrato de mis raíces personales, el lugar donde nací. Pero también eran el sustrato y la cuna de algo mucho más trascendente que cualquier historia personal: aquí dió sus primeros pasos este idioma que ahora mismo compartimos. Cuando, rondando el año 1000, los señores de la guerra astur-leoneses, hablantes del galaico portugués, repoblaron estas tierras como bastión contra los árabes, lo hicieron con los vascones del norte y los navarros del oeste, gentes todas ellas que se comunicaban en la ancestral lengua vasca. Pero no solo habitantes eran necesarios para la repoblación. Junto a ellos una tupida red de monasterios se encargaba del soporte espiritual y organizativo de la sociedad que nacía. Demasiado pequeños para ser vistos desde mi posición, yo sabía que aquellas tierras de allí abajo abrigaban no menos de ocho monasterios, de los cuales cuatro aún siguen en activo. En ellos, los monjes benedictinos y franciscanos, escribían largos códices en latín eclesiástico en una minuciosa tarea de salvaguarda del conocimiento.

Como todas y cada una de las veces que veo este paisaje, esta tierra de fronteras y cruce de caminos, de agrestes montes protegiendo fértiles valles, no puedo sino maravillarme del milagro que hizo que, en los albores del primer milenio, aquel latín contaminado de vascuence y galaico, aquella lengua mezcolanza, impura y caotica que monjes, soldados y pobladores de estas tierras empezaron a usar para poder entenderse en la vida común fuera, poco a poco, dando cuerpo a uno de los pilares culturales de la humanidad. Cuando algún ignoto monje escribió en aquella jerigonza popular los comentarios en el margen de los Códices Emilianenses de San Millán, allá a mi derecha o, quizá antes aún, otro anotó los Cartularios de Valpuesta, a mi izquierda, seguro que no eran conscientes de que estaban dando a luz una de las más formidables construcciones culturales de occidente. Desde este corazón verde que tenía ante mí, aquella lengua mestiza arrancaría con un impulso tal, que un milenio más tarde llegaría a dar cuerpo y voz a los pensamientos de más de cuatrocientos millones de personas extendidas a lo largo y ancho del planeta.

Pero finalmente, con meditaciones o sin ellas, era imposible ignorar por más tiempo aquel pitido, suave pero insistente, del dichoso aparato: “30 minutos por debajo de la previsión”. Al levantarme con un suspiro y dar un último vistazo circular a aquella tierra donde nació este nuestro idioma, no podía entender, una vez más, que extraña ceguera nos impide ver lo estéril, mezquino y cerrado de la pureza. Pureza racial, pureza idiomática, intelectual o de lo que sea. Puras entelequias. Una y otra vez la historia en mayúsculas y la vida, en minúsculas, se encarga de recordarnos que la autentica fertilidad, el gran potencial creativo de la humanidad, solo está en el mestizaje, en la hibridación, la mezcla, en el compartir ideas y valores, adoptar como propio lo bueno de los otros, cederles como suyo lo mejor de lo nuestro. Mientras me bajaba cuidadosamente la manga de la camisa sobre el rasguño, y ajustaba las cinchas de la mochila, recordé que ya iba siendo hora de almorzar… ¡y estaba seguro que el bendito prado que Gonzalo de Berceo, notario de San Millán, describió en aquella torpe lengua aún balbuciente, no debía pillar muy lejos de aquí!!


Yo maestro Gonçalvo de Verceo nomnado,
yendo en romería caeçí en un prado,
verde e bien sençido, de flores bien poblado,
logar cobdiçiaduero pora omne cansado.

Davan olor sovejo las flores bien olientes,
refrescavan en omne las [carnes] e las mientes;
manavan cada canto fuentes claras corrientes,
en verano bien frías, en ivierno calientes.

Avién y grand abondo de buenas arboledas,
milgranos e figueras, peros e mazanedas,
e muchas otras fructas de diversas monedas,
mas non avié ningunas podridas [nin] azedas.

15 abril 2011

Déjà lu

A ver... no es que vaya a titular todas mis nuevas entradas en francés. Es que para esa conocida sensación de algo ya vivido en algún otro momento, existe esa frase hecha que difícilmente encuentra un equivalente preciso en nuestra lengua: déjà vu, lo ya visto. Aunque hoy, en concreto, más bien quería referirme a una pequeña variante suya, a su correlato lector: la sensación de que algo que estamos leyendo, ya lo hemos leído en otra parte, en otro libro, en otro contexto. De ahí el lu,’ leído’, déjà lu:’ lo ya leído’.

Recordé esa sensación mientras escribía mi entrada anterior sobre el olvido de los libros que hemos disfrutado muchos años atrás. Se me ocurrió que, algunas veces, aunque los contenidos desaparezcan de nuestra mente consciente, puede que no lo hagan de la parte inconsciente, al menos no del todo, y creo que eso provoca que, de vez en cuando, nos acometa esa incomoda sensación de repetición que, además, rara vez conseguimos identificar cabalmente. Pero como esas identificaciones, aunque raras, existen, he traído hoy un par de ellas de muestra para compartir en plan de curiosidad. El primer caso son unos pasajes de dos libros aparentemente muy dispares: ‘2666’ de Roberto Bolaño y ‘Las benévolas’ de Jonathan Littell. En el primero de ellos hay un episodio en el que uno de los personajes, el soldado alemán Reiter (quien después adoptaría el famoso nombre de Arcimboldi) combatiendo en Rusia, tiene un sueño en el que:

“…para escapar de los rusos se arrojaba al arroyo y tras nadar [..] llegaba al Dnieper y soñó que se sumegía en el rio y se dejaba arrastrar por la corriente […] de esta guisa recorría kilómetros y kilómetros de rio […] y el fondo del rio era como una calzada de piedras, de vez en cuando veía cardúmenes de peces pequeños y blancos y de vez en cuando se topaba con un cadáver ya sin carne, solo los huesos mondos, y esos esqueletos lo mismo podían ser de alemanes que de soviéticos, no se sabía, pues las ropas se habían podrido. […] A veces pasaba debajo de pontones militares y veía las sombras ateridas de los soldados en la noche . […] Por fin Reiter se acercó a la orilla tumbándose en la arena, [descubriendo] la mitad del cuaderno pegado a su ropa o su pellejo".

Por su parte protagonista de ´Las Benévolas’ el teniente alemán Maximilian Auge, hacia el final de su aventura soviética, y atrapado en el infierno de Leningrado, escapa de él en un pasaje surrealista que no se sabe muy bien si es una secuencia real o un sueño febril de herido en el que:

“… tomando aire a fondo, me sumergí [en el Volga…]. La corriente rápida formaba torbellinos que me trasladaron a gran velocidad bajo el hielo. Pasaban junto a mí toda suerte de objetos [… ]caballos, peces grandes y casi planos que comían desperdicios, cadáveres rusos con el rostro hinchado, ceñidos en sus capas pardas, retazos de ropa y uniformes […] seguí nadando dejando atrás pontones hundidos y llenos de jóvenes hermosos sentados en fila, con el arma aun en las manos. […] Al fin hice pie y salí del agua. En aquella orilla la playa era de arena fina […] Me hurgué en el bolsillo de la guerrera y saqué el paquete de cigarrillos, pero estaban empapados. La ropa mojada se me pegaba a la piel".

Sorprendente identidad temática, pero también contextual e incluso narrativa pues estas situaciones, en parte reales, en parte oníricas, son las que permiten a sus protagonistas salir aunque sea solo emocionalmente del infierno de la guerra.

El segundo ejemplo es de un par de obras más cercanas entre sí y también a nosotros por su contenido y argumento. Se trata de ‘A sangre y fuego’ de Manuel Chaves Nogales y ‘Toda la noche se oyeron pasar pájaros’ de José Manuel Caballero Bonald ambientadas en la guerra civil española o su inmediata posguerra. En este caso la coincidencia se da entre situaciones de una de las narraciones de la colección de Chaves, la titulada ‘La gesta de los caballistas’ y del capítulo III de la Segunda Parte de la novela de Caballero. En ambas una partida de caballistas mandados por un noble terrateniente se dedica a cazar como alimañas en sus tierras a los republicanos huidos tras la derrota. En este caso más que coincidencias textuales se trata de situación: terrateniente, hijos, servidores lacayos, partida a caballo, muerte de un desharrapado inocente, impunidad chulesca. Dice Chaves:

“El señor marques, a caballo en el centro del patio, presenciaba como se ponía en marcha su tropilla. Sus hijos le daban escolta mientras el aperador y el manijero, sus lugartenientes, iban y venían resolviendo las dificultades que a última hora se presentaban”.
[...]
“El ruido de un disparo cortó en seco la charla. Uno de los guardas jurados que iba en vanguardia estaba con la escopeta echada a la cara y el otro espoleaba su caballo para ir a cobrar la pieza. […] El tiro del guarda le había dado en la espalda y el cuello, de donde, por la piel reventada, le brotaban unas ampollitas de sangre".

El equivalente en Caballero (expurgando un tanto su barroca prosa, bien alejada de la concisión periodística de Chaves) sería:

“Don Fermín atravesó los porches […] y se reunió con los que esperaban. Eran tres y vestían cazadores de elegante remedo campesino […] Entraron en la habitación del fondo y don Fermín sacó dos cananas repletas de cartuchos y dos escopetas […] Siguieron luego juntos por el traspatio y se unieron a los otros patrulleros que allí estaban. Los siete caballos aparecían agrupados bajo la techumbre”.
[...]
“La alarma cundió en la patrulla y cinco jinetes se abalanzaron sobre la inesperada presa. […] Pero el huido no se detuvo ni aun después de que Ambrosio disparara al aire […] El caballista que había estado apuntando con holgada pericia desde un primer momento […] alcanzó al fugitivo de un tiro en la oreja".

Quede bien entendido que lo aquí expuesto se trata más bien de una curiosidad libresca y que en ningún momento se puede hablar, ni remotamente, de plagio, préstamo o algo parecido (en el caso de Chaves y Caballero, por identidad de origen y tema, pudiera haber un conocimiento común de un hecho real). Cada uno de los autores interpreta y describe las situaciones con su peculiar estilo y los precedentes y consecuentes de los pasajes escogidos son bien distintos. Solo el déjà lu que nos provoca es lo que tienen verdaderamente en común todos ellos. ¿A Vds. no les ha pasado nunca?

04 abril 2011

Deciamos ayer... Arenas de Libia

A pesar del título y de la actualidad, esta entrada no tiene nada que ver con Gadafi ni la OTAN, sino con la poesia actual y lejana. Forma pare de la serie 'Deciamos ayer' de textos recuperados de los Spaces de Microsoft y se publicó originalmente el 03 de marzo de 2007. 



Quaeris quot mihi besiationes
tuae, Lesbia, sint satis superque.
quam magnus numerus Libyssae arenae

Cayo Valerio Cátulo. Poema VII


Es curioso como ciertos pequeños sucesos se asemejan, a veces, a inesperadas perturbaciones que agitaran ese estanque del inconsciente colectivo de la humanidad. Parecen formar a modo de ondas emocionales, o intelectuales, que se propagan después, amplificándose, a través de los siglos sin que acertemos a saber la causa exacta de por que fue ese suceso y no otro el que atrae, como un poderoso imán, las sensibilidades o las inteligencias mas despiertas de cada época. Así, poco se imaginaba la buena (en más de un sentido, por lo que parece) Clodia Pulchra, patricia romana cuya única ocupación conocida era ponerle los cuernos lo más eficientemente posible a su marido, a la sazón gobernador en una Galia muy, muy, lejana (la Cisalpina, para ser exactos), que la pasión que iba a despertar en uno más de sus múltiples y efímeros amantes, un estudiante recién llegado a Roma llamado Cayo Valerio Cátulo, sería el origen de una serie de poemas amorosos cuya influencia se iba a extender sobre innumerables gentes, y en una infinidad de lenguas extendidas a lo largo y ancho de los siglos y los continentes.

Clodia, como cualquiera de los que mariposean de persona en persona buscando rápidas satisfacciones, poco tardo en cansarse de nuestro poeta y este, que probablemente tenia las ideas 'poco claras' respecto a lo que podía esperarse de una relación como esa, sufrió lo indecible con sus veleidades, explorando hasta la saciedad esa amarga sensación de fluctuar entre el amor y la súplica un dia, y el odio y el rechazo al siguiente. “Odio y amo ¿Cómo es posible?, preguntarás acaso / No lo sé, pero así lo siento y esa es mi cruz”. Cátulo murió a los 33 años sin llegar a salir del profundo pozo en el que le hundió el amor por Clodia, y el centenar escaso de poesías amorosas que en ese tiempo escribió para ella, bajo el apelativo de Lesbia, son reputadas como algunas de las mas bellas e intensas de todos los tiempos.

Ya vimos, analizamos (y polemizamos…), largamente en su en su día, sobre la influencia de Cátulo en uno de nuestros grandes poetas contemporáneos, confeso admirador suyo: Jaime Gil de Biedma, el cual encabezaba su bellísima 'Pandémica y Celeste' con ese fascinante verso del poema VII de Cátulo: “quam magnus numerus Libyssae arenae…” (tantos como las innumerables arenas de Libia… refiriéndose a los besos que de su amada necesitaba: "mihi besitationes tuae, Lesbia…"). Hoy me he encontrado con otro poema, de otro autor, en otro idioma (aunque idioma también de casa): Angel Erro y su turbador 'Tiempos heroicos nº 7'. ( ¡7! ¿Será casualidad..?) Pet Shop Boys y Cátulo mezclados (que no revueltos) en un eco poético que recorre los siglos para un único sentimiento inmutable: amor y deseo intimamente entrelazados, ferozmente complementarios.




Garai heroikoak (7)

Edan gabe ligatzeko ez naiz gai,
esaten didazu, Nako, edanda
hamabost poeta datozkit lagun
(You only tell me you love me when you're drunk
Pet Shop Boys-en kanta gogoratu zait
edo jarri dute kasualitatez).
Katuloren poemak hasi zara
begi hertsiekin errezitatzen.
Edanda zaude, bestela bai zera.
Emazkidazu ehun, mila musu,
oraindik gehiago. Esan adina
balira (begiak ireki gabe),
Katuloren txoritxoa nizuke
-berriz bizirik- eskura emanen

Tiempos heroicos (7)

No soy capaz de ligar si no bebo,
me dices, Nacho; pero si he bebido,
quince poetas vienen en mi auxilio
(recuerdo, o casualmente están pinchando,
aquella canción de los Pet Shop Boys,
You only tell me you love me when you're drunk).
Y tú empiezas a recitar poemas
de Catulo, con los ojos cerrados.
Estás muy bebido; si no, de qué.
Dame mil besos, dame cien mil besos,
no lleves la cuenta. Si fuesen tantos
los besos (y tú no abrieses los ojos),
yo te pondría el gorrión de Catulo
en la mano. Vivito y coleando.





28 marzo 2011

Les trous de la mémoire

De nuevo plantado delante de las estanterías vuelvo a sentir esa agridulce sensación. De un lado el placer que me produce pasar los dedos por las hileras de lomos alineados: cada libro una pequeña historia, muchos de ellos adquiridos en épocas difíciles, cuando había que recontar una y otra vez las monedas que a ellos se podían dedicar, otros regalados por personas queridas, muy queridas o simples conocidos, otros, más adelante, caprichos en los que no importó gastar un poco más de lo razonable. Los hay de todas clases: técnicos, de viajes, novelas, poesía, clásicos, ensayos, arte; de todo un poco como en buena botica, pero a esta sensación, que en tiempos fue como un calorcillo agradable (como volver a charlar con un viejo amigo), cada vez con más frecuencia se añade una no deseada sensación de perdida: muchos de esos libros, cuyo lomo acaricio ahora con el índice, empiezan a ser unos desconocidos para mí. Sé, a ciencia cierta, que los he leído, incluso de la mayoría de ellos recuerdo la 'nota' mental que, en mi particular baremo interno, les otorgué: me gusta, no me gusta, me gusta mucho, vaya bodrio. Pero... soy absolutamente incapaz de recordar muchas cosas de ellos, y en esas ‘cosas’ se incluye un amplio espectro, desde el nada de nada, ni siquiera vagamente el argumento, hasta la falta de algunos detalles: quien era el protagonista, porque me gustó exactamente, cuando lo leí, o donde lo compré.

Puede que sea algo senil, pero ¿realmente puede uno acordarse de los detalles de un libro que leyó hace 20 años? ¿De qué trataba ‘Opium‘ de Ferrero o ‘Domar a la divina garza’ de Pitol? De ‘Opium’ solo recuerdo que me gustó. Absolutamente nada más. De ‘Domar…’ nada de nada. Ni siquiera si me agradó o no. Me diréis que para eso están las relecturas. Pues sí, pero si apenas tenemos tiempo para lo que nos queda por conocer, ¿no sería mejor reducir la relecturas a un mero disfrute de las obras predilectas? ¿O tendríamos, entonces, que releer periódicamente toda nuestra biblioteca? Me produce una angustiosa sensación de inutilidad, de tiempo perdido, de conocimiento dejado desvanecer. Hasta el punto de que muchas veces me afecta en mis lecturas presentes. Como un veneno insidioso, se infiltra cuando disfruto de una página bien escrita, de una historia bien trabada, de una idea inteligente o esclarecedora. No puedo evitar el preguntarme: ¿Cuándo tardaré en olvidarla? ¿Cinco años? ¿Diez? ¿Cuándo olvidaré siquiera si esta página, esta historia, esta idea, existe en algún sitio de mi propia biblioteca?

Cada vez más a menudo, cuando me asalta esta acongojante sensación, me acuerdo del escéptico Carvalho de Vázquez Montalbán que, como una especie de rito, emplea cada día las hojas que arranca a los libros de su otrora extensa biblioteca, para encender el fuego, envolver objetos o limpiar los fogones. No sé porque, esa escena me dolió cuando la leí, y no la entendí muy bien… hasta ahora. Ahora que yo mismo siento, a veces, una especie de odio insano al dirigir la mirada a esos libros que alguna vez significaron tanto y no son sino el residuo de algo que se nos evapora. Como Carvalho, siento el impulso de cogerlos e ir arrancando sus hojas una a una, en absurda venganza por su abandono, por su inutilidad. Empiezo a verlos como unos incómodos testigos de aquello que se nos coló, hace tanto tiempo ya, por los malditos agujeros de la memoria.

02 marzo 2011

Decíamos ayer... Vitoria 03/03/1976

El día 03 de Marzo de 1976, en las revueltas obreras de la ciudad de Vitoria, cinco personas murieron en enfrentamientos con la policía y 150 resultaron heridos de bala. En Marzo de 1976, Manuel Fraga Iribarne era ministro del Interior y yo estudiaba en el Colegio Universitario de Alava, Vitoria.

Entrada "Flashback" del 06/12/2005


Sentía el aroma del café mientras de pie, apoyado en el respaldo de la silla miraba por la ventana:

- Carlos, ¿lo quieres solo..?

Desde esta perspectiva tenía una curiosa vista de la gasolinera situada allá abajo. Nunca creí que fuera a tener algún día esta panorámica, pero la vida se empeña en hacernos ver las cosas desde muchos ángulos, pensaba mientras sonreía para mis adentros. Me resultaba curioso estar prácticamente encima... en esta casa, en estas circunstancias. Era demasiado para no sentir que los recuerdos fluían sin poderlos controlar...

Ahora poco a poco los colores brillantes, rojos y naranjas, de la gasolinera se iban desdibujando a medida que mi memoria retrocedía treinta años atrás. Iban volviendo despacio a un blanco mústio, con una simple franja azul marino adornando las bases de las columnas... Los paseantes que deambulaban despreocupados a su alrededor iban siendo sustituidos, como en un sueño, por una multitud que hormigueaba en torno al edificio, extendiéndose desde sus aceras hasta el seto central de la avenida y aún hasta la acera opuesta. Recordaba los sonidos.... era como el ruido de una marea, como un sordo rugido, un griterío rítmico que subía y bajaba de intensidad, como una canción áspera y ruda. No se entendían las frases, la barahúnda de fondo era demasiado fuerte como para distinguir las palabras.

Una mezcla de miedo, excitación y euforia se agarraban a mi estómago haciendo que todo pareciera confuso, pero extrañamente nítido: parecía ver y oír todo con mucha precisión, aunque no podía aislar ningún sonido o imagen concreta. Desde el grupo en que yo estaba, distinguíamos a unos cincuenta metros la enorme barricada que, con materiales de alguna obra en construcción, cortaba el paso de la calzada: una montaña de ladrillos, tablones y fragmentos de andamios se apoyaba en grandes tuberías de cemento situadas en el centro. A su alrededor varias decenas de personas con buzos y cascos iban y venian continuamente portando nuevos objetos que añadían al enorme montón. Nos dominaba una extraña exaltación... se comentaba que varias furgonetas con policías habían tenido que detenerse a la entrada de la avenida, a unos centenares de metros, frenadas por las primeras barricadas y grupos de gente. Juntos nos sentíamos protagonistas y poderosos.

Entonces, un movimiento inusitado me sorprendió: uno de los utilitarios aparcados en la acera cercana a la barricada, pareció moverse de una forma extraña, como saltando o rebotando. Al prestar más atención percibí la gente que se arremolinaba a su alrededor; bruscamente el coche pareció flotar sobre la multitud y llevado de un impulso irresistible avanzó sujeto en volandas por decenas de brazos, hasta estrellarse contra el parapeto. Un alarido de triunfo resonó en el aire, mientras los brazos se alzaban y los cuerpos saltaban como en una danza primitiva. Pocos segundos más tarde, otro coche seguía el mismo camino del primero y después un tercero. El griterío era ahora ensordecedor. Un extraño sentimiento de aprensión se apoderó de mí. Recuerdo nítidamente cómo una pequeña luz de alarma se encendió de pronto en mi interior: aquella locura colectiva empezaba a tener un punto de irracionalidad que me asustaba... presentía que algo no iba bien.

Un grito agudo me sacó de mi parálisis: un land rover gris, erizado de rejas negras en las ventanas, avanzaba desbocado a toda velocidad por el centro de la acera, en dirección a la gasolinera. Ahora el ulular frenético de la sirena se superponía a todos los demás sonidos... vi con horror como el vehículo embestía todo a su paso, pasaba a escasos centímetros de los arboles, los escaparates, los portales. Gente aterrorizada gritaba y corría por la acera en cualquier dirección apartándose enloquecida de su trayectoria. Alcancé a ver como varios tropezaban y caían delante del bólido: solo un desesperado tirón de los que corrían a su lado los libraba, en el último instante, de ser arrollados. Paralizado de terror observé como el land rover, sin duda por alguna vacilación de su conductor, comenzó a dar bandazos de un lado a otro de la acera, y embocó derrapando el pórtico de la gasolinera. -¡Los surtidores...!- alcancé a pensar y entonces, con un brusco giro sobre sí mismo que a punto estuvo de hacerlo volcar, el coche se detuvo: había sobrepasado la barricada y se encontraba a escasos veinte metros de nosotros. Instantáneamente comenzaron a llover ladrillos y cascotes sobre él. La luz azul de su techo apenas duró unos segundos antes de caer rebotando sobre el capó. Después, con estrépito, reventó un cristal lateral, mientras la reja metálica caía hecha añicos.

Empezábamos a retroceder aterrorizados, cuando violentamente se abrieron las puertas traseras y seis u ocho guardias armados de escudos y fusiles, saltaron de su interior apuntándonos. Un pavor intenso se adueño de mí, un miedo irracional, me hizo darme la vuelta y comenzar a correr con toda la fuerza de mis piernas, no pensé hacia donde, ni como, solo corría y corría desesperadamente. Noté un golpe en la espalda. Detrás oía explosiones, gritos, silbidos agudos. Al dirigirme hacia una de las bocacalles distinguí la hilera de uniformes grises que taponaba la entrada: sin pensarlo ni detener la carrera, giré noventa grados, subí por la acera opuesta de la avenida, alcancé una iglesia, corrí por su lateral, colándome con dos o tres personas más por un estrecho callejón. No sabía dónde estaba, ya empezaba a perder el aliento, cuando desembocamos en una calle desierta y silenciosa. Los ruidos de sirenas, gritos, explosiones se oían ahora amortiguados, lejanos. Veíamos elevarse una columna de humo detrás de los tejados. Nos detuvimos jadeando, apoyados en la pared. Notaba un dolor intenso en un hombro. Al mirarnos los unos a los otros, sin conocernos, vimos el terror reflejado en nuestros ojos avergonzados, en las bocas abiertas, desencajadas...

- ¡Carlos...! ¡Carlos...! ¡Que si lo quieres solo o con leche!

Volví la vista hacia la mesa, donde humeaban las tazas de café.

- ¿Eh...? ¡Ah sí...! Perdona: solo, por favor.

Eché un último vistazo a la gasolinera desde este ángulo insólito. Volvía a tener ahora sus brillantes colores rojos y naranjas. La gente paseaba distraídamente a su alrededor. Los coches paraban y arrancaban en los semáforos de la avenida. Sonreí para mis adentros mientras recordaba un supuesto aforismo, supuestamente chino, que supuestamente leí en algún sitio: "Que Dios te evite la desgracia de vivir un momento interesante de la historia". Definitivamente di la espalda a la ventana.

- Oye, ¿Sabes que huele muy bien este café...?

24 febrero 2011

Decíamos ayer...

Por esta vez, el “ayer” solo ha durado dos años y pico: bastantes menos que los famosos cinco de fray Luis y, por supuesto, muchísimo más cómodos (e injustificados) que los suyos en las mazmorras inquisitoriales. Aprovecho para pedir sinceras disculpas a todos aquellos que, en este tiempo, tuvieron la curiosidad de acercarse por estos pixeles sin encontrar nada nuevo en ellos y en especial a los que, como don Mario y don Eduardo, incluso tentaron una explicación o un ánimo, sin recibir por mi parte sino un muy maleducado silencio. Muchas gracias a todos. No sé si esta nueva época tendrá poca o mucha continuidad, pero sí que durante muchas ocasiones en este tiempo he echado de menos este dialogar contigo mismo que a la postre es toda escritura. He de confesaros que tengo mucha auto envidia cuando leo las cosas que era capaz de escribir hace unos años, no por la calidad obviamente, que por más tiempo que pase seguirá siendo deleznable, sino por aquel tesón que ponía en dejar constancia de las cosas que me gustaban, me acongojaban o simplemente se me pasaban por la cabeza. Así que, como lo mejor contra la envidia es ponerse manos a la obra para conseguir aquello que deseas, vamos a hacer lo posible para retomar aquella saludable costumbre.

Pero, además de dar cuenta de este retorno a la arena bloguera, ese "decíamos ayer..." que da título a este post, también quiere servir para poner nombre a una pequeña veleidad que tengo intencion de perpetrar en este sitio: dado que Windows Live Spaces ha decidido cerrar su sección de blogs (¡Ay, aquellos míticos spaces en los que tantos nos iniciamos!), me da como penilla que se pierdan algunos de los textos que allí estaban escritos, y se me ha ocurrido recuperar alguno de ellos para republicarlos aquí (una especie de auto-plagio, sí). Para no hacer demasiadas trampas, procuraré intercalar alguna cosa nueva que se me vaya ocurriendo, de forma que tengamos una de cal y otra de arena. Dejo a vuestra elección decidir cuál será cada cual, si lo antiguo o lo nuevo (por cierto, y reviviendo una antigua polémica: ¿Qué es lo bueno la cal o la arena?). Bueno, pues nada más para esta presentación. Espero que nos veamos por aquí de vez en cuando.

12 diciembre 2008

In Memoriam

Francisco José Yndurain. Miranda de Ebro. Abril 2006

La semana pasada nos sentábamos en la reducida sala de conferencias de la casa municipal de cultura de este mi pequeño pueblo, tan reducida que mas bien diría yo que se trata de una “habitación de conferencias”, pues hasta el nombre de “sala” le queda holgadamente grande. El conferenciante, D. Manuel Aguilar, doctor en Física por la UCM, que fue hasta el año pasado vicepresidente del CERN ginebrino y actual Director de Investigación Básica del CIEMAT, se disponía a hablarnos de las implicaciones del Gran Colisionador de Hadrones (LHC) en la investigación física actual. Al inicio de la charla, el doctor Aguilar conectó su ordenador pero, en lugar de la habitual carátula de presentación, apareció en la pantalla la imagen de un hombre mayor aunque de aspecto jovial, que inmediatamente me resulto muy familiar. Apenas había empezado a intentar traer a la memoria su nombre, cuando D. Manuel nos dio la noticia: “Antes de empezar, quisiera tener un recuerdo para mi buen amigo Francisco Yndurain, gran persona y apreciado colega. Paco nos dejó el pasado mes de Junio”.

Al oír estas palabras, sentí en el corazón esa tristeza indefinida y melancólica que te atenaza cuando recibes la noticia muerte de una persona que, aun no perteneciendo a tu círculo íntimo, es alguien a quien profesas admiración y respeto, y sobre todo, por el que sientes que el mundo se ha quedado un poquito más vacio y huérfano con su desaparición. Mi pensamiento abandonó de inmediato aquella pequeña sala en la que D. Manuel empezaba a enunciar las características del LHC, y voló hasta un ya lejano día otoñal de 2005, en el cual celebrábamos el centenario del annus mirabilis de Einstein, aquel prodigioso 1905, que vio la publicación de los tres trabajos más influyentes en la física actual de que se tenga noticia. El espectacular auditorio del Palacio Kursaal de San Sebastián, obra de Rafael Moneo, tan diametralmente opuesto a esta diminuta habitación que ocupábamos ahora, rebullía de gentes que habíamos llegado de todas partes al Congreso Einstein, bajo los auspicios del Donostia International Physics Center. El conferenciante de turno, en aquella ocasión, era el profesor Francisco Yndurain catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid, que se disponía a hablarnos de “Relatividad, fotones y partículas”.

Al subir al estrado el profesor Yndurain, una vez se hubieron acallado los protocolarios aplausos, se acercó a la mesa y encendió un enorme proyector de transparencias. “Como en la Autónoma de Madrid –dijo- somos bastante primitivos, (risas) yo utilizo transparencias en vez del Power Point. Me comentaron los organizadores que era preferible que usara Power Point, porque era más elegante, pero yo me acordé de una frase de Einstein, citando a Boltzmann, cuando dijo que la elegancia era buena para los sastres, y como yo no soy sastre…” (risas y aplausos) “Como también soy primitivo en otras cosas, voy a señalar [las imágenes] con un paraguas”. En este momento sacó bajo el estrado un enorme paraguas negro plegado que enseño al público (explosión de carcajadas) “Esto del paraguas es muy interesante, porque en Madrid es un objeto arqueológico, puesto que ya no llueve nunca, aunque aquí en San Sebastián, aun tiene cierta utilidad” (eran años de fuertes sequías) (carcajadas y ovación cerrada). Y efectivamente, el Profesor Yndurain, después de ganarse el auditorio de tan salada manera, completó toda su amena conferencia con el paraguas colgado del antebrazo (mientras no señalaba con él) y poniendo y quitando laminillas en el antediluviano proyector.

No fue aquella la última vez que compartí ese delicioso modo de divulgar ciencia de D. Francisco. Apenas unos meses después, en abril de 2006 y de nuevo en mi pequeña ciudad, aunque por fortuna no en este diminuto cuarto, él (con sus inseparables transparencias) nos regalaba una conferencia sobre “el micro y macrocosmos”. Esa vez no utilizó paraguas, sin duda porque la sequia había remitido. En aquella ocasión y hablando informalmente del sentido común como importante criterio en la investigación científica, salió a relucir la anécdota sobre ciertos alumnos suyos de un seminario de Cromodinámica Cuántica en Santiago de Compostela, a los que propuso cinco problemas que debían estar resueltos al día siguiente. Los alumnos, ante el apuro, se reunieron en una de las salas de la residencia donde se realizaba el seminario y donde todos ellos (incluido Yndurain) se hospedaban. Después de varias horas, habían conseguido resolver cuatro de los problemas, pero el quinto se resistía obstinadamente. A las 1.00 de la madrugada, cuando D. Francisco volvía de conocer la noche santiaguina, se extrañó de ver luz en la sala de reuniones, se acerco allí y asombrado de ver a los alumnos, les preguntó que sucedía. Estos le contaron su tribulación con el “quinto problema” y el, apiadado de sus grandes ojeras, les dijo: “¡Ah! Ese problema… ¡pero si es muy fácil..! Se lo puse para que vean un ejemplo del tipo de cosas que no tienen solución. Bueno, me voy a la cama que es muy tarde. Buenas noches”.

En aquella ocasión, aunque solo habían transcurrido unos meses, le noté bastante más delgado y envejecido que en San Sebastián, aunque siempre dotado de ese entusiasmo contagioso por la ciencia y su divulgación, que hacía que los auditorios la sintieran como algo cercano, e importante, como la aventura intelectual (y a veces humana) que representa, y no como un abstruso galimatías de formulas para especialistas. Quizá en una gran ciudad acostumbrados a tener todo tipo de suministros culturales: conferencias, coloquios, seminarios, etc. estas cosas pasan más inadvertidas, pero en las pequeñas localidades de provincias no dejamos de sentir como un pequeño milagro el poder tener acceso a los conocimientos y la experiencia viva de personas como Francisco Yndurain, Manuel Aguilar, Alberto Galindo, José María Sánchez-Ron, Fernando Flores y tantos y tantos otros que la memoria no me permite ahora recordar. Todo ello en gran parte al buen hacer de instituciones como la Real Academia de Ciencias o el CSIC; pero también, y eso nunca lo olvidaremos, al noble sentido del deber de divulgación a que se someten personas de la talla científica y nivel de responsabilidades como las citadas, y que acceden a dictar una conferencia de hora y pico, en un pueblo perdido del norte castellano, una tarde fría y lluviosa, con 8 horas de viaje y en un local en el que a duras penas pueden sentarse las 20 o 25 personas que asisten, emocionadas, al acto.

Por todo ello, D. Francisco, ahora que llegó el momento de la despedida y que sé que nunca más coincidiremos en ninguna sala de conferencias, fastuosa o diminuta, quiero dejarle esta pequeña constancia de mi eterno agradecimiento y admiración. Si alguna vez hemos conseguido ver un poco más allá, ha sido porque nos hemos aupado en hombros de gigantes. Como los suyos.

Sit tibi terra levis. Que la tierra le sea leve.

07 diciembre 2008

Le rouge et le vert

Reflejos en el tren

Creo que fue un brusco traqueteo del coche el que me hizo trastabillar un poco y me sacó de ese sueño denso y pesado de los trenes, cuando aun los parpados te pesan más que las ganas de mirar alrededor y todo parece un poco confuso, irreal, como envuelto en una neblina dulzona. Pero la verdad es que no tuve que hacer ningún esfuerzo para verla: estaba justo allí, delante mismo de mis ojos, tan próxima que producía una extraña sensación de intimidad sorprendida, como un cierto reparo de intromisión. Amplia y voluptuosa, suave y cálida, meciéndose lentamente al ritmo de los balanceos de la marcha. Lo primero que me llamó la atención, fue ese llamativo color rojizo intenso, entre otoñal y acaramelado, como sincronizado con el ocre intenso de los bosques seminevados que ahora atravesábamos a toda marcha. Se derramaba sobre un lateral del asiento y jugaba al escondite con el verde de la tapicería, con el que contrastaba y a la vez se complementaba a la perfección, como si un hábil diseñador lo hubiera elegido así de entre todos los matices del cobre y los infinitos del verde (“els colors del vert… No: tots els colors del vert… ¿por qué me viene eso a la cabeza?”).

Abrí los ojos por completo e, instintivamente, quizá debido a la proximidad, adelanté un milímetro la nariz inspirando un poco de aire…, no me llegó ningún olor (“¿Es que esperabas otra cosa…?”), pero mi reacción me hizo sonreír: cuanto deberemos de nuestras opiniones, sin saberlo, a esas sensaciones primarias (“¿Seguro que no te ha llegado ningún olor?” -Inspiré otro poquito- “no sé, quizá un matiz herboso y… ¿húmedo?”). Sea como fuere, eso me hizo despejarme casi del todo, y poco a poco dirigí mi atención, ya decididamente voluptuosa, hacia las preciosas ondas que cabalgaban en todas las direcciones sobre el respaldo: el conjunto era verdaderamente esplendido: las ondulaciones de todos los tamaños rivalizaban por acoplarse unas a otras, por rodar, entremezclase, rebotar… Los suaves traqueteos hacían que esas pequeñas hélices se estiraran y se encogieran con un ritmo perfecto, un poquito hipnótico, pero organizado, como si una roja medusa se dejara mecer con suavidad por el oleaje sobre un manto de coral verde.

De vez en cuando, algún movimiento un poco más amplio, hacia que todo el conjunto oscilase con elegancia a derecha e izquierda, deshaciendo en un segundo todo aquel sutil trabajo de acoplamiento que mis ojos habían seguido con tanta atención y que ahora volvía a recomenzar; siempre idéntico, pero nunca igual. Por un momento me imaginé a mi mismo pasando la mano suavemente por su superficie y me pregunté cómo sería sentir el tacto de esas ondas, como se extenderían al deslizarse por mi palma, (“¡Venga ya..! ¿Pero qué dices…?”) Mi vista se posaba ahora con fijeza en aquella voluta un poco mas díscola que las demás, la que sobresalía rebelde hacia afuera, apuntándome con una especie de ironía o de desafío, la única que exhibía con descaro una veta más clara, casi rubia, destacando sobre el fondo de bronce. Asombrado, y un poco asustado, puede ver como mi mano se extendía hacia el borde del respaldo (“¡Joder…! ¡Qué coño haces…!”) y rozaba levemente con el dorso aquella onda rebelde: lentamente cedió, estirándose bajo la presión de los dedos que se deslizaban sobre ella; al terminar el recorrido, dio un brusco salto enrollándose de nuevo, volviendo desafiante a su posición original.

Retire mi mano con presteza, justo un segundo antes de que otras manos surgieran del asiento delantero e introduciendo los dedos en la mata rojiza, la ahuecaran con un par de resueltos tirones, que además la abrieron sobre el respaldo en todo su esplendor. Con una sensación de calor intenso en las mejillas, volví la cara hacia la ventanilla (“Dios…!! ¡Mira que eres gilipollas…!”) Allí a lo lejos unos enormes peñones de granito se peleaban por salir de una blanquísima manta de nieve que se extendía hasta perderse de vista. Acerqué el dorso de mis dedos a la nariz: (“¿mandarina?”). Eché una rápida ojeada a la mata encrespada que exhibía impúdica su explosión rojiza. Mientras la miraba, me acordé del postre que hacia unas horas había tomado en la estación: una mandarina. Volví de nuevo la vista hacia la planicie nevada (“¡Definitivamente: eres gilipollas…!”) y poco a poco fui notando como la monótona marcha del tren iba venciendo mi resistencia: los parpados me pesaban cada vez más y todo empezó a difuminarse disolviéndose en una enorme superficie blanca…

El brusco frenazo hizo que mi codo se saliera de la repisa de la ventanilla y el cristal me golpeó la frente. Me incorporé sobresaltado. El tren se había detenido y un enorme chorro de agua caía desde el alero de la estación derramándose como un torrente sobre el cristal exterior del coche. Miré hacia el asiento de adelante: el verde de la tapicería lucía un poco desvaído y nada destacaba sobre él, a no ser ese trapito lacio con el anagrama de la compañía. Sorprendido, escudriñé el reflejo del asiento en las ventanas cercanas: estaba definitivamente vacio. Estirando el cuello todo lo que pude, ojeé el pasillo del coche hasta las portezuelas delanteras: excepto unos cuantos pies descalzos colgando de los asientos, nadie lo ocupaba (“¡No puede ser…! ¿Tanto me he dormido?”). Me volví de nuevo hacia la estación: gente rebozada en abrigos y bufandas iba y venía rodando sus maletas por el andén. Desesperado, comencé a mirar de un lado a otro, sin saber muy bien que buscaba, cuando de repente, justo cuando sentía el tirón del tren al arrancar, me pareció ver, de forma confusa por el escorzo imposible y el río de agua que se deslizaba por el cristal, un destello rojo que destacaba sobre un esbelto abrigo gris. Una décima de segundo más tarde (“¡Mierda…!! ¡Espera, espera…!”), la puerta del vestíbulo se cerraba tras una maleta azul y el tren pasaba raudo dejando atrás el edificio de la estación.

Me quedé unos segundos en la misma posición, mirando con rabia como el edificio se iba haciendo cada vez más pequeño en la lejanía. Finalmente me recosté en el asiento y, con un suspiro, cogí el libro de la mesita abriéndolo por donde sobresalía el billete. En sus páginas, el bueno de Tarnas se afanaba en explicar como “la herencia de Platón y Plotino influía en la formulación Agustiniana del Logos judeo cristiano” (“¿Qué…?”). Levanté la vista hacia el asiento delantero y pasé suavemente el dorso de los dedos por el cabezal. Suspiré otra vez y, mecido por el suave bamboleo del tren, volví a bajar los ojos al libro: “… influía en la formulación Agustiniana del Logos…”