28 marzo 2011

Les trous de la mémoire

De nuevo plantado delante de las estanterías vuelvo a sentir esa agridulce sensación. De un lado el placer que me produce pasar los dedos por las hileras de lomos alineados: cada libro una pequeña historia, muchos de ellos adquiridos en épocas difíciles, cuando había que recontar una y otra vez las monedas que a ellos se podían dedicar, otros regalados por personas queridas, muy queridas o simples conocidos, otros, más adelante, caprichos en los que no importó gastar un poco más de lo razonable. Los hay de todas clases: técnicos, de viajes, novelas, poesía, clásicos, ensayos, arte; de todo un poco como en buena botica, pero a esta sensación, que en tiempos fue como un calorcillo agradable (como volver a charlar con un viejo amigo), cada vez con más frecuencia se añade una no deseada sensación de perdida: muchos de esos libros, cuyo lomo acaricio ahora con el índice, empiezan a ser unos desconocidos para mí. Sé, a ciencia cierta, que los he leído, incluso de la mayoría de ellos recuerdo la 'nota' mental que, en mi particular baremo interno, les otorgué: me gusta, no me gusta, me gusta mucho, vaya bodrio. Pero... soy absolutamente incapaz de recordar muchas cosas de ellos, y en esas ‘cosas’ se incluye un amplio espectro, desde el nada de nada, ni siquiera vagamente el argumento, hasta la falta de algunos detalles: quien era el protagonista, porque me gustó exactamente, cuando lo leí, o donde lo compré.

Puede que sea algo senil, pero ¿realmente puede uno acordarse de los detalles de un libro que leyó hace 20 años? ¿De qué trataba ‘Opium‘ de Ferrero o ‘Domar a la divina garza’ de Pitol? De ‘Opium’ solo recuerdo que me gustó. Absolutamente nada más. De ‘Domar…’ nada de nada. Ni siquiera si me agradó o no. Me diréis que para eso están las relecturas. Pues sí, pero si apenas tenemos tiempo para lo que nos queda por conocer, ¿no sería mejor reducir la relecturas a un mero disfrute de las obras predilectas? ¿O tendríamos, entonces, que releer periódicamente toda nuestra biblioteca? Me produce una angustiosa sensación de inutilidad, de tiempo perdido, de conocimiento dejado desvanecer. Hasta el punto de que muchas veces me afecta en mis lecturas presentes. Como un veneno insidioso, se infiltra cuando disfruto de una página bien escrita, de una historia bien trabada, de una idea inteligente o esclarecedora. No puedo evitar el preguntarme: ¿Cuándo tardaré en olvidarla? ¿Cinco años? ¿Diez? ¿Cuándo olvidaré siquiera si esta página, esta historia, esta idea, existe en algún sitio de mi propia biblioteca?

Cada vez más a menudo, cuando me asalta esta acongojante sensación, me acuerdo del escéptico Carvalho de Vázquez Montalbán que, como una especie de rito, emplea cada día las hojas que arranca a los libros de su otrora extensa biblioteca, para encender el fuego, envolver objetos o limpiar los fogones. No sé porque, esa escena me dolió cuando la leí, y no la entendí muy bien… hasta ahora. Ahora que yo mismo siento, a veces, una especie de odio insano al dirigir la mirada a esos libros que alguna vez significaron tanto y no son sino el residuo de algo que se nos evapora. Como Carvalho, siento el impulso de cogerlos e ir arrancando sus hojas una a una, en absurda venganza por su abandono, por su inutilidad. Empiezo a verlos como unos incómodos testigos de aquello que se nos coló, hace tanto tiempo ya, por los malditos agujeros de la memoria.

02 marzo 2011

Decíamos ayer... Vitoria 03/03/1976

El día 03 de Marzo de 1976, en las revueltas obreras de la ciudad de Vitoria, cinco personas murieron en enfrentamientos con la policía y 150 resultaron heridos de bala. En Marzo de 1976, Manuel Fraga Iribarne era ministro del Interior y yo estudiaba en el Colegio Universitario de Alava, Vitoria.

Entrada "Flashback" del 06/12/2005


Sentía el aroma del café mientras de pie, apoyado en el respaldo de la silla miraba por la ventana:

- Carlos, ¿lo quieres solo..?

Desde esta perspectiva tenía una curiosa vista de la gasolinera situada allá abajo. Nunca creí que fuera a tener algún día esta panorámica, pero la vida se empeña en hacernos ver las cosas desde muchos ángulos, pensaba mientras sonreía para mis adentros. Me resultaba curioso estar prácticamente encima... en esta casa, en estas circunstancias. Era demasiado para no sentir que los recuerdos fluían sin poderlos controlar...

Ahora poco a poco los colores brillantes, rojos y naranjas, de la gasolinera se iban desdibujando a medida que mi memoria retrocedía treinta años atrás. Iban volviendo despacio a un blanco mústio, con una simple franja azul marino adornando las bases de las columnas... Los paseantes que deambulaban despreocupados a su alrededor iban siendo sustituidos, como en un sueño, por una multitud que hormigueaba en torno al edificio, extendiéndose desde sus aceras hasta el seto central de la avenida y aún hasta la acera opuesta. Recordaba los sonidos.... era como el ruido de una marea, como un sordo rugido, un griterío rítmico que subía y bajaba de intensidad, como una canción áspera y ruda. No se entendían las frases, la barahúnda de fondo era demasiado fuerte como para distinguir las palabras.

Una mezcla de miedo, excitación y euforia se agarraban a mi estómago haciendo que todo pareciera confuso, pero extrañamente nítido: parecía ver y oír todo con mucha precisión, aunque no podía aislar ningún sonido o imagen concreta. Desde el grupo en que yo estaba, distinguíamos a unos cincuenta metros la enorme barricada que, con materiales de alguna obra en construcción, cortaba el paso de la calzada: una montaña de ladrillos, tablones y fragmentos de andamios se apoyaba en grandes tuberías de cemento situadas en el centro. A su alrededor varias decenas de personas con buzos y cascos iban y venian continuamente portando nuevos objetos que añadían al enorme montón. Nos dominaba una extraña exaltación... se comentaba que varias furgonetas con policías habían tenido que detenerse a la entrada de la avenida, a unos centenares de metros, frenadas por las primeras barricadas y grupos de gente. Juntos nos sentíamos protagonistas y poderosos.

Entonces, un movimiento inusitado me sorprendió: uno de los utilitarios aparcados en la acera cercana a la barricada, pareció moverse de una forma extraña, como saltando o rebotando. Al prestar más atención percibí la gente que se arremolinaba a su alrededor; bruscamente el coche pareció flotar sobre la multitud y llevado de un impulso irresistible avanzó sujeto en volandas por decenas de brazos, hasta estrellarse contra el parapeto. Un alarido de triunfo resonó en el aire, mientras los brazos se alzaban y los cuerpos saltaban como en una danza primitiva. Pocos segundos más tarde, otro coche seguía el mismo camino del primero y después un tercero. El griterío era ahora ensordecedor. Un extraño sentimiento de aprensión se apoderó de mí. Recuerdo nítidamente cómo una pequeña luz de alarma se encendió de pronto en mi interior: aquella locura colectiva empezaba a tener un punto de irracionalidad que me asustaba... presentía que algo no iba bien.

Un grito agudo me sacó de mi parálisis: un land rover gris, erizado de rejas negras en las ventanas, avanzaba desbocado a toda velocidad por el centro de la acera, en dirección a la gasolinera. Ahora el ulular frenético de la sirena se superponía a todos los demás sonidos... vi con horror como el vehículo embestía todo a su paso, pasaba a escasos centímetros de los arboles, los escaparates, los portales. Gente aterrorizada gritaba y corría por la acera en cualquier dirección apartándose enloquecida de su trayectoria. Alcancé a ver como varios tropezaban y caían delante del bólido: solo un desesperado tirón de los que corrían a su lado los libraba, en el último instante, de ser arrollados. Paralizado de terror observé como el land rover, sin duda por alguna vacilación de su conductor, comenzó a dar bandazos de un lado a otro de la acera, y embocó derrapando el pórtico de la gasolinera. -¡Los surtidores...!- alcancé a pensar y entonces, con un brusco giro sobre sí mismo que a punto estuvo de hacerlo volcar, el coche se detuvo: había sobrepasado la barricada y se encontraba a escasos veinte metros de nosotros. Instantáneamente comenzaron a llover ladrillos y cascotes sobre él. La luz azul de su techo apenas duró unos segundos antes de caer rebotando sobre el capó. Después, con estrépito, reventó un cristal lateral, mientras la reja metálica caía hecha añicos.

Empezábamos a retroceder aterrorizados, cuando violentamente se abrieron las puertas traseras y seis u ocho guardias armados de escudos y fusiles, saltaron de su interior apuntándonos. Un pavor intenso se adueño de mí, un miedo irracional, me hizo darme la vuelta y comenzar a correr con toda la fuerza de mis piernas, no pensé hacia donde, ni como, solo corría y corría desesperadamente. Noté un golpe en la espalda. Detrás oía explosiones, gritos, silbidos agudos. Al dirigirme hacia una de las bocacalles distinguí la hilera de uniformes grises que taponaba la entrada: sin pensarlo ni detener la carrera, giré noventa grados, subí por la acera opuesta de la avenida, alcancé una iglesia, corrí por su lateral, colándome con dos o tres personas más por un estrecho callejón. No sabía dónde estaba, ya empezaba a perder el aliento, cuando desembocamos en una calle desierta y silenciosa. Los ruidos de sirenas, gritos, explosiones se oían ahora amortiguados, lejanos. Veíamos elevarse una columna de humo detrás de los tejados. Nos detuvimos jadeando, apoyados en la pared. Notaba un dolor intenso en un hombro. Al mirarnos los unos a los otros, sin conocernos, vimos el terror reflejado en nuestros ojos avergonzados, en las bocas abiertas, desencajadas...

- ¡Carlos...! ¡Carlos...! ¡Que si lo quieres solo o con leche!

Volví la vista hacia la mesa, donde humeaban las tazas de café.

- ¿Eh...? ¡Ah sí...! Perdona: solo, por favor.

Eché un último vistazo a la gasolinera desde este ángulo insólito. Volvía a tener ahora sus brillantes colores rojos y naranjas. La gente paseaba distraídamente a su alrededor. Los coches paraban y arrancaban en los semáforos de la avenida. Sonreí para mis adentros mientras recordaba un supuesto aforismo, supuestamente chino, que supuestamente leí en algún sitio: "Que Dios te evite la desgracia de vivir un momento interesante de la historia". Definitivamente di la espalda a la ventana.

- Oye, ¿Sabes que huele muy bien este café...?