07 diciembre 2008

Le rouge et le vert

Reflejos en el tren

Creo que fue un brusco traqueteo del coche el que me hizo trastabillar un poco y me sacó de ese sueño denso y pesado de los trenes, cuando aun los parpados te pesan más que las ganas de mirar alrededor y todo parece un poco confuso, irreal, como envuelto en una neblina dulzona. Pero la verdad es que no tuve que hacer ningún esfuerzo para verla: estaba justo allí, delante mismo de mis ojos, tan próxima que producía una extraña sensación de intimidad sorprendida, como un cierto reparo de intromisión. Amplia y voluptuosa, suave y cálida, meciéndose lentamente al ritmo de los balanceos de la marcha. Lo primero que me llamó la atención, fue ese llamativo color rojizo intenso, entre otoñal y acaramelado, como sincronizado con el ocre intenso de los bosques seminevados que ahora atravesábamos a toda marcha. Se derramaba sobre un lateral del asiento y jugaba al escondite con el verde de la tapicería, con el que contrastaba y a la vez se complementaba a la perfección, como si un hábil diseñador lo hubiera elegido así de entre todos los matices del cobre y los infinitos del verde (“els colors del vert… No: tots els colors del vert… ¿por qué me viene eso a la cabeza?”).

Abrí los ojos por completo e, instintivamente, quizá debido a la proximidad, adelanté un milímetro la nariz inspirando un poco de aire…, no me llegó ningún olor (“¿Es que esperabas otra cosa…?”), pero mi reacción me hizo sonreír: cuanto deberemos de nuestras opiniones, sin saberlo, a esas sensaciones primarias (“¿Seguro que no te ha llegado ningún olor?” -Inspiré otro poquito- “no sé, quizá un matiz herboso y… ¿húmedo?”). Sea como fuere, eso me hizo despejarme casi del todo, y poco a poco dirigí mi atención, ya decididamente voluptuosa, hacia las preciosas ondas que cabalgaban en todas las direcciones sobre el respaldo: el conjunto era verdaderamente esplendido: las ondulaciones de todos los tamaños rivalizaban por acoplarse unas a otras, por rodar, entremezclase, rebotar… Los suaves traqueteos hacían que esas pequeñas hélices se estiraran y se encogieran con un ritmo perfecto, un poquito hipnótico, pero organizado, como si una roja medusa se dejara mecer con suavidad por el oleaje sobre un manto de coral verde.

De vez en cuando, algún movimiento un poco más amplio, hacia que todo el conjunto oscilase con elegancia a derecha e izquierda, deshaciendo en un segundo todo aquel sutil trabajo de acoplamiento que mis ojos habían seguido con tanta atención y que ahora volvía a recomenzar; siempre idéntico, pero nunca igual. Por un momento me imaginé a mi mismo pasando la mano suavemente por su superficie y me pregunté cómo sería sentir el tacto de esas ondas, como se extenderían al deslizarse por mi palma, (“¡Venga ya..! ¿Pero qué dices…?”) Mi vista se posaba ahora con fijeza en aquella voluta un poco mas díscola que las demás, la que sobresalía rebelde hacia afuera, apuntándome con una especie de ironía o de desafío, la única que exhibía con descaro una veta más clara, casi rubia, destacando sobre el fondo de bronce. Asombrado, y un poco asustado, puede ver como mi mano se extendía hacia el borde del respaldo (“¡Joder…! ¡Qué coño haces…!”) y rozaba levemente con el dorso aquella onda rebelde: lentamente cedió, estirándose bajo la presión de los dedos que se deslizaban sobre ella; al terminar el recorrido, dio un brusco salto enrollándose de nuevo, volviendo desafiante a su posición original.

Retire mi mano con presteza, justo un segundo antes de que otras manos surgieran del asiento delantero e introduciendo los dedos en la mata rojiza, la ahuecaran con un par de resueltos tirones, que además la abrieron sobre el respaldo en todo su esplendor. Con una sensación de calor intenso en las mejillas, volví la cara hacia la ventanilla (“Dios…!! ¡Mira que eres gilipollas…!”) Allí a lo lejos unos enormes peñones de granito se peleaban por salir de una blanquísima manta de nieve que se extendía hasta perderse de vista. Acerqué el dorso de mis dedos a la nariz: (“¿mandarina?”). Eché una rápida ojeada a la mata encrespada que exhibía impúdica su explosión rojiza. Mientras la miraba, me acordé del postre que hacia unas horas había tomado en la estación: una mandarina. Volví de nuevo la vista hacia la planicie nevada (“¡Definitivamente: eres gilipollas…!”) y poco a poco fui notando como la monótona marcha del tren iba venciendo mi resistencia: los parpados me pesaban cada vez más y todo empezó a difuminarse disolviéndose en una enorme superficie blanca…

El brusco frenazo hizo que mi codo se saliera de la repisa de la ventanilla y el cristal me golpeó la frente. Me incorporé sobresaltado. El tren se había detenido y un enorme chorro de agua caía desde el alero de la estación derramándose como un torrente sobre el cristal exterior del coche. Miré hacia el asiento de adelante: el verde de la tapicería lucía un poco desvaído y nada destacaba sobre él, a no ser ese trapito lacio con el anagrama de la compañía. Sorprendido, escudriñé el reflejo del asiento en las ventanas cercanas: estaba definitivamente vacio. Estirando el cuello todo lo que pude, ojeé el pasillo del coche hasta las portezuelas delanteras: excepto unos cuantos pies descalzos colgando de los asientos, nadie lo ocupaba (“¡No puede ser…! ¿Tanto me he dormido?”). Me volví de nuevo hacia la estación: gente rebozada en abrigos y bufandas iba y venía rodando sus maletas por el andén. Desesperado, comencé a mirar de un lado a otro, sin saber muy bien que buscaba, cuando de repente, justo cuando sentía el tirón del tren al arrancar, me pareció ver, de forma confusa por el escorzo imposible y el río de agua que se deslizaba por el cristal, un destello rojo que destacaba sobre un esbelto abrigo gris. Una décima de segundo más tarde (“¡Mierda…!! ¡Espera, espera…!”), la puerta del vestíbulo se cerraba tras una maleta azul y el tren pasaba raudo dejando atrás el edificio de la estación.

Me quedé unos segundos en la misma posición, mirando con rabia como el edificio se iba haciendo cada vez más pequeño en la lejanía. Finalmente me recosté en el asiento y, con un suspiro, cogí el libro de la mesita abriéndolo por donde sobresalía el billete. En sus páginas, el bueno de Tarnas se afanaba en explicar como “la herencia de Platón y Plotino influía en la formulación Agustiniana del Logos judeo cristiano” (“¿Qué…?”). Levanté la vista hacia el asiento delantero y pasé suavemente el dorso de los dedos por el cabezal. Suspiré otra vez y, mecido por el suave bamboleo del tren, volví a bajar los ojos al libro: “… influía en la formulación Agustiniana del Logos…”

2 comentarios:

Anónimo dijo...

En la ida del viaje a Madrid me pasó algo parecido, qué cosas.

Durante un buen rato me quedé embobada mirando el pelo de dos gemelitas. Así, también, como rubio 'apelirrojado' o pelirrojo 'arrubiado'. Rizado, también, ¡y cuánto! Eran unas verduleras... pero qué pelo!

elnaugrafodigital dijo...

Leído. Con poco de traqueteo, pero leído. abrazos.