14 noviembre 2008

Stendhal y la sonrisa de Gioconda

La Gioconda. Leonardo da Vinci. Le Louvre. París

Puedo confesar abiertamente que nunca he sentido ese traído y llevado “Síndrome de Stendhal”, o al menos no con la mítica intensidad con que lo sufrió el sensible francés, al que como se ha comentado por este o aquel blog, ante la visión de la Basílica de la Santa Cruz en Florencia le acontecieron palpitaciones, ahogos, desmayos y otras lindezas románticas. Es verdad que he sentido algunas veces, dicho sea en descargo de mi artíchtica sensibilidad, un cierto “subidón de belleza” delante de algunas obras de arte que, vaya Vd. a saber por qué, me han impactado de manera especial. Que yo recuerde ahora así a vuela pluma, una vez sintiéndome rodeado de los inmensos lienzos de los “Blue I, II y III” de Miró, otra sumergido en la plateresca espuma de San Esteban en Salamanca o una tercera mientras me atenazaba la luminosa tristeza del Réquiem mozartiano.

Sin embargo para sorpresa mía, en este último viaje sí que pude sentir un novedoso (para mí, claro) sentimiento estético, que al no tener puntos de referencia positivos para describir, no puedo hacerlo más que de una forma negativa como un “anti-síndrome Stendhal”. Verán: es una especie de tragedia en miniatura tener una colección como la del Louvre al alcance de la mano (o del ojo, más bien), y solo disponer de 4 míseras horas para perderse por su caótico laberinto de pasillos y pasadizos, sus mortíferas escaleras, sus desquiciantes sucesiones de “cours” y “salles”. En esas circunstancias uno tiene que elegir, y para este caso cotejando visitas anteriores y previstas, la determinación fue draconiana: las salas de antigüedades sirias y egipcias, los primitivos italianos, la pintura holandesa del siglo XVII.

¿Y el anti-síndrome? Supongo que, si han estado en el Louvre, se habrán percatado que el orden cartesiano, o no esta adecuadamente desarrollado en él, o alcanza tal perfección que queda fuera del alcance del común de los mortales, de forma que desplazarse de una zona de la colección a otra, se transforma en una aventura en la que se pueden encontrar todo tipo de avatares: perdidas, ascensos, descensos, desorientaciones, búsqueda desesperada de guías o interminables discusiones delante de los planos del edificio. En esas circunstancias nos vemos obligados a atravesar a velocidad galopante, salas y mas salas repletas de cuadros y esculturas. Y algunos de ellos, al pasar como una exhalación, nos golpean de tal manera la sensibilidad, que a veces uno pierde el aliento en el encontronazo: -“¡Dios, que precioso Rafael…”- - “Espera, espera un poco, mira que Veronese…”- -“Joder… ¡No me acordaba que estaba aquí este Canaletto!! Aguarda solo un segundo…”-. Al final, claro, nos rendimos ante la imposibilidad de dedicar aunque sea solo ese minuto, a cada obra que nos asalta al paso de las laberínticas salas.

En ese momento, cuando ya se produce la renuncia, uno puede sentir una intensa punzada de dolor en ese extraño punto a medio camino entre el corazón y la cabeza, una abrumadora sensación de pérdida que se produce pasar delante de tanta belleza teniendo que conformarse solo con volver la cabeza al paso de la marcha, una especie de desaliento estético que de pronto, nos hace caer en la cuenta de la futilidad y lo absurdo del empeño, de forma que se siente como una mortífera puñalada en el ánimo, un decaimiento que ya no nos dejará disfrutar con gozo ni siquiera de aquellas partes de la colección previamente elegida y que al final, después de mil rodeos y perdidas, encontramos. Eso, mis queridos e improbables lectores, es lo que primero me vino a la cabeza: “el anti-síndrome de Stendhal”.

Y ni siquiera es lo más grave de este asunto, ya que a semejanza del “síndrome” positivo, este negativo también tiene numerosas variedades, capaces de hacernos sentir una amplia gama de dolores estéticos. Uno muy especial, y que abunda este museo, es el hecho de tener que acercarse, en uno u otro momento, a las salas dedicadas a esos iconos del turismo de masas, del estilo de la Gioconda o la Venus de Milo. Es realmente insoportable. La vergüenza ajena, el dolor estético y la rabia contenida que me produce ver esas masas vociferantes de personas amontonadas delante de las obras, abrasándolas con los flashes de los centenares de estúpidos móviles, con el único objeto de obtener una deleznable fotografía (Sí: el Louvre permite la libre filmación y fotografiado en todas las salas).”¿Pero para qué...?” me pregunto continuamente: ¡Si son las imágenes más reproducidas del mundo, y puede uno encontrar sin el menor esfuerzo y de forma prácticamente gratuita millones de reproducciones de excelente calidad de todas las formas, tamaños y resoluciones!! Asombra observar desde fuera como la inmensa mayoría de las personas allí congregadas apenas si dedica una ojeada de compromiso a la obra en cuestión (salvo a través del visor de la cámara, claro). ¡Y eso sin hablar de otras obras tan excelentes o más que las “celebres”, y cuya presencia pasa en la más insultante de las indiferencias! Que yo recuerde, apenas dos o tres personas contemplábamos la bellísima Coronación de Fra Angélico, los impactantes frescos de Boticelli e incluso, ya puestos a “celebridades”, la Virgen y Sta Ana de Leonardo da Vinci y a cuya extraordinaria composición y emotividad merece la pena dedicar bastante más tiempo, en mi opinión, que a la traída y llevada Gioconda. Pues allí estaba: absolutamente desierta ¡¡a pesar de que apenas las separan 30 metros en salas contiguas!!

“¿Y a ti que te importa? Pues así las puedes ver con menos estorbos..” dicen mis sensatos acompañantes cuando la desazón de esta variedad del anti-síndrome de Stendhal me atenaza haciéndome despotricar en alta voz de semejante despropósito. Pues sí: no deja de ser cierto, pero a mí me duele, y mucho, el sentir de una forma tan lacerante esa dramática falta de sensibilidad estética, ese desprecio tan absoluto e insultante por la belleza, ese sonrojante catetismo consumista de estar allí solo por decir que he estado, sin comprender nada y lo que es más grave: sin interesar en modo alguno comprender nada (es frecuente que dos o tres individuos o individuas de tal ralea, después de haberse acercado a codazos para fotografiar la obra, se alejen de ella sin dedicarle ni una sola mirada, discutiendo de las bondades fotográficas de sus respectivos móviles). En fin. Dejémoslo estar. Pero recuerden: la próxima vez que se acerquen al Louvre, dispongan al menos de un día entero. De lo contrario el anti-síndrome de Stendhal les acecha. El que avisa no es traidor.