25 abril 2011

Decíamos ayer... Raíces y puntas

En estas fiestas pascuales sentado en la terraza de un bar perdido en un ignoto pueblo, del remoto norte burgalés, oia hablar a un par de gañanes de sus particulares gañanías. Las trivialidades, tópicos y ajenas verguenzas que (como todas) desprendía la conversación, resaltaban, aun más si cabe, una extraña peculiaridad: no había en ellas ningún acento perceptible; ningún ceceo, siseo, tonillo o musiquilla. Parecía como si estuviese "leyendo" la conversación, más que oyéndola. Era "acento cero". Castellano puro (y duro). Aquello me recordó mi ya lejano 'Raíces y puntas' de junio de 2007. Helo, pues, aqui.


Cono aiutorio de nuestro
dueno dueno Christo, dueno
salbatore, qual dueno
get ena honore et qual
duenno tienet ela
mandatione cono
patre cono spiritu sancto
enos sieculos delo siecu
los. Facamus Deus Omnipotes
tal serbitio fere ke
denante ela sua face
gaudioso segamus. Amen.



Glosa en margen derecho
Códice Emilianense 60. Página 72.

¡Au… Agggsh..!! Cuando sentí el agudo dolor y el brusco tirón en la manga, no pude por menos que detenerme, intentando soltar la zarza que sobresalía sobre el estrecho sendero y que se había enganchado como una lapa a mi brazo. La pausa forzada, mientras me frotaba desconsolado el rasguño, me hizo ser (dolorosamente) consciente de la explosión vegetal que los primeros soles y calores de esta primavera anormalmente lluviosa habían desatado. Todo contribuía a dar un aspecto lujurioso al monte que me rodeaba, lo que unido a ese silencio profundo y denso, que tanto nos desconcierta a los urbanícolas, le otorgaba un carácter íntimo y arropador, como un cálido regazo verde que invitara más al reposo y al sueño que al esfuerzo montañil. Así que, haciendo caso al sentido común y olvidando las perentorias llamadas del GPS a cumplir con el itinerario previsto, me senté un rato frente al esplendoroso paisaje que tenía a mí alrededor.

El monte Toloño con sus casi 1300 m de altitud sobre los que ahora cabalgaba, me otorgaba una vista excepcional. Hacia uno de los lados, el suroeste, rielando bajo el sol cegador del mediodía, una inmensa planicie detalladamente cuadriculada, era recorrida por dos finas líneas verdes que convergían sobre otra más gruesa que espejeaba con amplios meandros. Eran las arboledas de los ríos Oja y Tirón alimentando con sus aguas al caudaloso Ebro, y regando, hasta donde se perdía la vista, los viñedos de La Rioja. Allá abajo relucían el denso caserío de Haro, los castillos medievales de Sajazarra y San Vicente de la Sonsierra y a lo lejos cerraba el paisaje la inmensa mole, aún coronada de nieves, del pico San Lorenzo. En sus laderas, Ezcaray y San Millán de la Cogolla solo eran visibles con los prismáticos que sostenía sobre mi pecho.

Al girar la cabeza hacia el este, para seguir con la vista el curso del Ebro, la llanura parecía agotarse. La mancha urbana de Miranda empujaba la mirada hacia la tupida red de finas líneas que, desplegándose desde allí, parecían converger hacia un profundo tajo abierto en el muro que cerraba el paisaje al sur. Todas aquellas carreteras, vías férreas y autopistas se precipitaban ahora por la estrecha hendidura del desfiladero de Pancorbo el cual, burlando las estribaciones de la poderosa cordillera cantábrica, las permitía derramarse sobre los campos todavía intensamente verdes de La Bureba burgalesa. Allí los prismáticos a duras penas me daban un vislumbre de Briviesca. A su vera, vigilantes, los altos riscos de Cellorigo y La Muela parecían todavía acompañar al conde burgalés Fernán González y al alavés Vela Jimenez a proteger aquel estratégico paso a la meseta de las acometidas anuales de las huestes del califato de Córdoba.

Finalmente, y volviendo ya la vista hacia el noreste, todo rastro de llanura desaparece: los montes se superponen unos a otros, difuminándose gradualmente desde el verde intenso hasta el azul neblinoso. El Ebro se hunde en ellos por los riscos de Portilla en busca de las agrestes tierras del norte castellano, donde el valle burgalés de Losa y el alavés de Valdegovía, lindantes ya con los territorios vizcaínos de Orduña, acogen en su regazo los recónditos lugares de Berberana y Valpuesta. Más al norte, otro profundo tajo en la cadena montañosa señala el paso hacia la llanada alavesa que, invisible desde aquí, es dominada por un segundo gigante nevado que cierra el horizonte en la lejanía: el emblemático monte Gorbeia que reina ya sobre el corazón de Euskadi.

Calmado ya un tanto el dolor del antebrazo, una suave paz interior me fue invadiendo poco a poco mientras juntaba en mi cabeza las piezas que tenia ante mí. Aquellas tierras que desde mi atalaya divisaba todo alrededor, un vasto círculo de unos cien kilómetros de radio, formaban, claro está, el sustrato de mis raíces personales, el lugar donde nací. Pero también eran el sustrato y la cuna de algo mucho más trascendente que cualquier historia personal: aquí dió sus primeros pasos este idioma que ahora mismo compartimos. Cuando, rondando el año 1000, los señores de la guerra astur-leoneses, hablantes del galaico portugués, repoblaron estas tierras como bastión contra los árabes, lo hicieron con los vascones del norte y los navarros del oeste, gentes todas ellas que se comunicaban en la ancestral lengua vasca. Pero no solo habitantes eran necesarios para la repoblación. Junto a ellos una tupida red de monasterios se encargaba del soporte espiritual y organizativo de la sociedad que nacía. Demasiado pequeños para ser vistos desde mi posición, yo sabía que aquellas tierras de allí abajo abrigaban no menos de ocho monasterios, de los cuales cuatro aún siguen en activo. En ellos, los monjes benedictinos y franciscanos, escribían largos códices en latín eclesiástico en una minuciosa tarea de salvaguarda del conocimiento.

Como todas y cada una de las veces que veo este paisaje, esta tierra de fronteras y cruce de caminos, de agrestes montes protegiendo fértiles valles, no puedo sino maravillarme del milagro que hizo que, en los albores del primer milenio, aquel latín contaminado de vascuence y galaico, aquella lengua mezcolanza, impura y caotica que monjes, soldados y pobladores de estas tierras empezaron a usar para poder entenderse en la vida común fuera, poco a poco, dando cuerpo a uno de los pilares culturales de la humanidad. Cuando algún ignoto monje escribió en aquella jerigonza popular los comentarios en el margen de los Códices Emilianenses de San Millán, allá a mi derecha o, quizá antes aún, otro anotó los Cartularios de Valpuesta, a mi izquierda, seguro que no eran conscientes de que estaban dando a luz una de las más formidables construcciones culturales de occidente. Desde este corazón verde que tenía ante mí, aquella lengua mestiza arrancaría con un impulso tal, que un milenio más tarde llegaría a dar cuerpo y voz a los pensamientos de más de cuatrocientos millones de personas extendidas a lo largo y ancho del planeta.

Pero finalmente, con meditaciones o sin ellas, era imposible ignorar por más tiempo aquel pitido, suave pero insistente, del dichoso aparato: “30 minutos por debajo de la previsión”. Al levantarme con un suspiro y dar un último vistazo circular a aquella tierra donde nació este nuestro idioma, no podía entender, una vez más, que extraña ceguera nos impide ver lo estéril, mezquino y cerrado de la pureza. Pureza racial, pureza idiomática, intelectual o de lo que sea. Puras entelequias. Una y otra vez la historia en mayúsculas y la vida, en minúsculas, se encarga de recordarnos que la autentica fertilidad, el gran potencial creativo de la humanidad, solo está en el mestizaje, en la hibridación, la mezcla, en el compartir ideas y valores, adoptar como propio lo bueno de los otros, cederles como suyo lo mejor de lo nuestro. Mientras me bajaba cuidadosamente la manga de la camisa sobre el rasguño, y ajustaba las cinchas de la mochila, recordé que ya iba siendo hora de almorzar… ¡y estaba seguro que el bendito prado que Gonzalo de Berceo, notario de San Millán, describió en aquella torpe lengua aún balbuciente, no debía pillar muy lejos de aquí!!


Yo maestro Gonçalvo de Verceo nomnado,
yendo en romería caeçí en un prado,
verde e bien sençido, de flores bien poblado,
logar cobdiçiaduero pora omne cansado.

Davan olor sovejo las flores bien olientes,
refrescavan en omne las [carnes] e las mientes;
manavan cada canto fuentes claras corrientes,
en verano bien frías, en ivierno calientes.

Avién y grand abondo de buenas arboledas,
milgranos e figueras, peros e mazanedas,
e muchas otras fructas de diversas monedas,
mas non avié ningunas podridas [nin] azedas.

No hay comentarios: