15 septiembre 2008

Sinusoides

Festival de Música Antigua de Sajazarra
Intérpretes en el Festival de Música Antigua de Sajazarra

-“¿Se imaginan como sería, grosso modo, la línea temporal de la vida de la mayoría de nosotros?”-

Creo que fue en alguna clase de física, ya remota. El profesor intentaba explicarnos los fundamentos de la teoría de la relatividad, y para dar una idea del concepto de espacio-tiempo, nos pidió que imaginásemos una gráfica en la que en el eje vertical se representaba la posición en el espacio, mientras que en la horizontal se representaba el transcurrir del tiempo. Así, como el tiempo no para nunca, nos explicaba, si uno se estaba quietecico en el mismo sitio, sin moverse, la "línea del tiempo" resultante sería una larga y monótona horizontal. Pero si uno empezaba a desplazarse de acá para allá, la línea empezaría a animarse: a subir, a bajar, a curvarse, a brincar. Lo único “prohibido” era que la línea alcanzara o superara la vertical: tal cosa implicaría retroceder en el tiempo. La imagen era muy sugerente y rápidamente nos atrapó a todos. Después de explicar varios conceptos teóricos con ese modelo, y a punto de finalizar la clase, nos hizo la pregunta aquella.

Quedamos un tanto perplejos, pues a nadie se le había ocurrido semejante cosa: ¡una vida entera moviéndose! La mayoría creo que nos imaginamos una especie de ovillo tremendamente enmarañado y caótico. El profesor nos miró unos segundos, se acercó a la pizarra y dibujó sobre los ejes una perfecta y sencilla sinusoide que partía de un extremo y llegaba, sin más, con sus limpias ondulaciones hasta el opuesto. Allí se hacía horizontal y luego bajaba hasta el eje inferior. “¿Se han fijado –comentó sin volverse, mirando la línea que acababa de dibujar- en que casi siempre acudimos a los mismos lugares una y otra vez, casi siempre con los mismos intervalos, casi siempre siguiendo los mismos caminos, casi siempre haciendo las mismas cosas?” “Una sinusoide casi perfecta –dijo siguiendo con el dedo la forma en la pizarra- arriba y abajo, arriba y abajo”. Cuando su dedo llegó al tramo horizontal, lo siguió unos milímetros más, suspiró, tomó el borrador, limpió la pizarra y volviéndose hacia la mesa solo comentó: “Bien: mañana corregiremos los problemas de este tema. No olviden repasar los formularios”.

Hoy no he podido por menos que acordarme de aquel día lejano, mientras me disponía a apilar en el cajón de las cosas a conservar, el bonito programa del XIX Festival de Música Antigua de Sajazarra: el FMAS para los amigos. Siempre me da mucha pena este momento, porque viene a significar, dada la peculiar climatología de este umbrío norte burgalés, el final práctico del verano y quizá sea por eso por lo que el bendito programa se pasa veinte días dando remolonas vueltas por mesas, sillas y montones varios antes de desaparecer en esa pequeña tumba en la que al final hoy descansa acompañando a los doce o trece que le precedieron. El festival de la villa riojana es, para mí, uno de los más nítidos picos de esa sinusoide que, como muy bien sabía mi clarividente profesor, la mayoría de nosotros no hacemos sino remontar y ascender como un tobogán maniático. Pero al menos este pico en concreto encierra dentro de sí algunos de los más hermosos momentos del año, desde el punto de vista musical, y también desde el humano.

En esta edición nos fue posible acudir a cuatro de los conciertos, lo que sobre el total de seis de la programación en días de laborables, no está nada mal. La música, aceptable y ajustada en líneas generales al objeto del evento, aunque confirmando esa leve tendencia que parece imponerse en ciertos festivales, y organizadores, de reservar siempre alguno de los actos para ese supuesto público que no se siente atraído por la “seriedad” de la música clásica y al que hay que “captar” con algo menos serio o presuntamente más ligero, o llevadero, según otros. A mí francamente todo eso me suena un tanto a música celestial, porque modestamente opino que aquellos oyentes que no han adquirido una receptividad para la música clásica en determinado momento de su vida, va a ser muy difícil que se sientan entusiasmados por un concierto de la escuela alemana de tecla del s. XV (pongamos por caso…). Y oído en boca de los políticos subvenciondores de los eventos, casi suena a disculpa avergonzada frente a unos supuestos numerosos votantes que piensan que sus dineros estarían mejor invertidos en un torneo de furbito. Algo así imagino es lo que se pretendía con la programación del concierto del día 20 a cargo de Rafaele Bonnavita y Antonio Carrilho con su “Del barroco a la bossa nova”. Si bien no hay nada que objetar a la maestría de los intérpretes, sobre todo la de Carrilho con sus flautas, resulta un tanto paradójica la inclusión de piezas de bossanova en un evento de este tipo. Pero en fin… todo sea por atraer a esos “nuevos públicos” que, a lo que se ve, sienten una atracción irresistible por la música de Villa-Lobos o Piazzolla (y eligen, además, un festival de música antigua (¡!) para escucharlos).

Para el resto de los días, afortunadamente, una programación mejor estructurada: desde el “Tasto Solo” de Guillermo Pérez y su deliciosa recreación de los instrumentos tardo medievales con los que ejecutaron el dia 17 las tablaturas góticas de Conrad Paunman, que tan difíciles son de transcribir a nuestros modos interpretativos actuales, hasta la deliciosa joya del “Hommage a Baccus” de Joseph Bodin de Boismortier que nos ofreció el dia 21 Josep Cabré y su “Compañía Musical”. La vitalidad de Cabré en el escenario, (¡encantadora su interpretación en el atrio de la iglesia, durante el intermedio, del “puisque vous voulez que je chante…”!), su frescura y desenfado, para nada reñida ni con la seriedad del trabajo musicológico, ni con los fines de un festival de música antigua, sí que pueden contribuir, esta vez de verdad, a captar nuevos públicos para un festival que, dicho sea de paso, apenas los necesita pues en casi todos los actos se agotan las plazas disponibles. Y, claro, dejo para el final la maravillosa actuación el dia 19 de “Dialogos Ensemble” con su programa “Abbo Abbas”, bajo la dirección de Katarina Livjanic.

Durante dos horas mágicas escuchamos sus impresionantes reconstrucciones de las polifonías altomedievales de las abadías de Winchester en Inglaterra y Fleury en Francia, hilvanadas ambas por la tortuosa historia de Abbon, abad de Fleury, muerto en extrañas circunstancias en 1004 y reputado como uno de los hombres más sabios de su tiempo. Como en una de aquellas prohibidas líneas del tiempo de las que nos hablaba mi profesor de física, los siglos parecieron desprenderse de las muros románicos de la iglesia de Sajazarra y envolvernos en esa gigantesca onda emocional que construye la música, para depositarnos en el centro del turbulento año mil. No sé si fue la perfecta comunión de continente y contenido, o la exacta sincronía de las voces femeninas de “Dialogos”, o quizá solo la fresca penumbra de la iglesia frente al fuego del agosto riojano, pero por unos minutos todos los allí presentes, sentimos con toda claridad el paso de esa gigantesca sinusoide que acarrea a la humanidad a través de los milenios, subiendo y bajando, recorriendo las mismas emociones, idénticas pasiones, análogos temores; abocados siempre a reiterar las mismas cosas una y otra vez. Puede que solo la irrepetible belleza de algunas obras de arte, como estos cánticos de los monjes de Fleury quede, en algunas ocasiones y por unos pocos minutos, al margen de semejante sinsentido.

FMAS_2008

05 septiembre 2008

El final del verano

Leyendo

Hoy, como muchos días de este verano, me he quedado mirando un tanto melancólicamente, y desde luego con bastante remordimiento, esa fecha del 13 de mayo que se exhibe impúdicamente ahí, al frente de este blog cuasi abandonado, como esas casas de los pueblos que poco a poco van viendo como se desvencijan sus ventanas y se caen sus tejas. No acabo de entender muy bien la razón de esta travesía del desierto bloguil, porque no será por falta de acontecimientos (algunos de jugoso lustre narrativo, como la caminata jacobea entre Pamplona y Logroño), ni por falta de ganas, que algunas veces incluso se han hecho angustiosas. Pero ya se sabe que en ciertas ocasiones y sobre todo en el verano, las cosas se confabulan para transcurrir un poco al margen de nuestra voluntad. Algo, como decía mi querido Laporte, como si esas cosas retornaran un tanto a la infancia y a un ritmo distinto: menos dependiente de nuestra voluntad y más ligado a los deseos emotivos e impredecibles.

Pero todo tiene un fin, y el de este verano ya está muy cercano astronómicamente hablando y desde luego ya bien sobrepasado desde el punto de vista vital. Septiembre tiene siempre ese aire de fin de fiesta, de retorno a la obligación pura y dura, que nos hace mirar hacia esos días transcurridos con un poco de nostalgia y un mucho de pesar. Y me resulta chocante que lo que más vivamente acude a mi memoria de este verano, está más relacionados con experiencias subjetivas, que con grandes viajes (que los ha habido, y preciosos) o carnales placeres (que también los ha habido, y deliciosos): una de las cosas mas curiosas en el recuerdo ha sido la experiencia lectora que he tenido prácticamente desde las fechas en que se detuvo este reloj bloguiano: hacía muchos, muchos, años que no atravesaba un periodo de tan voraz apetencia literaria y tendría que remontarme a tiempos juveniles para encontrar otro periodo tan intenso volumétricamente hablando.

En este verano lo anómalo ha sido, creo, la acumulación de lecturas de longitud inusual, quizá como una inconsciente reacción personal a esta ubicuo aluvión de minihistorias, microrelatos, nanocuentos, haikus y demás epítomes de la brevedad literaria últimamente tan de moda: casi sin solución de continuidad me he ido sumergiendo de mamotreto en mamotreto en los que las mil páginas quedaban superadas con holgura, con una satisfacción e impulso, que hacía tiempo que no me reconocía. Empezamos el buen tiempo (aun no verano astronómicamente hablando) con “Las Benévolas” de Jonathan Littell, reseñado unos pocos post antes que este, tremebunda historia de la Segunda Guerra Mundial desarrollada en 1000 páginas de un tamaño notable, que te arrastra desde Berlín a través de los devastados campos húngaros hasta las gélidas llanuras de Stalingrado en pos del horror más absoluto. Pero en fin: se ve que las fauces lectoras me quedaron chorreantes, pero todavía ansiosas con este pantagruélico aperitivo, y el azar quiso poner a mi provinciano alcance el polimórfico y enigmático “2666” de Roberto Bolaño cuyas 1200 páginas no le andan a la zaga al tocho del Littell (Por cierto si alguno de mis cuasi inexistentes lectores ha leído ambas obras ¿no ha notado una escalofriante concomitancia en ciertos pasajes que transcurren en la Rusia de la II Guerra Mundial hasta el punto de parecer algunos fragmentos de la novela casi una transcripción de la otra?).

Pero por lo que se ve, el complejo edificio de Bolaño tampoco fue suficiente para calmar los ardores lectores que me insufló este inusual verano, y así me vi compelido a atacar la trilogía “Tu rostro mañana” del pulcro académico de la lengua Javier Marías. Entre los tres tomos (y eso si no contamos “Todas las almas” como prólogo) se nos pone la cosa en 1250 páginas de ese estilo tan subjetivo y digresivo de Marías que, la verdad sea dicha, me encanta y me sorprende simultáneamente (el que un personaje levante una espada sobre la cabeza de otro, y entre ese acto y su descenso vertiginoso, transcurran diez páginas de pensamientos, disquisiciones y meditaciones, no deja de ser toda una hazaña narrativa). A caballo de unos y otros, algunas piezas de menor calibre, como el desternillante “Pomponio Flato” de Mendoza o el reencuentro (¡después de tantos años!) con el añorado Montalbán y el bueno de Pepe Carvalho en sus “Mares del Sur”, una lectura ideal para las dietas estivales bajas en calorías. Tendría que remontarme a los veranos casi infantiles de “Lo que el viento se llevó” o los juveniles de los tres tomos de “El señor de los anillos” (antes de su explosión mediática, cuando Tolkien era un autor para “raritos”) o a los más maduros, pero ya lejanos, siete tomos proustianos de “La búsqueda del tiempo perdido”, para reencontrarme con el cuasi olvidado placer de las lecturas oceánicas, que ha llenado este verano.

Decía Rosa Montero, en un artículo reciente, que no hay cosa más deliciosa para un lector, que sumergirse en una novela que le apasione y que esta supere las mil páginas. Eso es lo que más nos acerca a la ilusión de que las historias que nos gustan no se acaben nunca, y que pasen a formar parte perenne de nuestra vida cotidiana. Es cierto, desde luego, que una obra de arte no está determinada por su tamaño, y tan atrayente y subyugante puede ser un poema de cinco versos, como un micro relato de siete líneas o un cuento de veinte páginas (¡quien olvidaría, después de haberlos leído, “El Aleph” borgiano o “La pata de mono” de Jacobs!) pero a veces, y dando por supuesto un comparable nivel artístico, creo que el tamaño nos hace como dar un salto cualitativo a otro nivel de expresión: una ermita, un minueto, un cuento, pueden ser muy bellos en sí mismos, pero el complejo constructo de una sinfonía, el apabullante despliegue de formas de una catedral, o el mundo condensado en una gran novela suponen, además de una expresión de belleza, un reto fascinante a la capacidad humana para concebir, para ordenar, para (re)crear el mundo, para dotar a una idea surgida en la mente de una estructura tan compleja, extensa y pormenorizada que aspire a representar una imagen convincente del universo real.

Acabado el verano, no sé en qué parará esta extraña pasión mía por los textos hipertróficos, sobre todo ahora que parece que el darle a la tecla vuelve por sus cauces para desesperación de mis educados comentaristas (¡Dios les premie sus buenas acciones!). De momento desde la estantería, donde esperan pacientemente desde hace unos meses, me miran enigmáticamente los tres gigantescos tomos de “Verdes valles, colinas rojas” de Ramiro Pinilla. Os confieso que, aun en plena euforia macrolectora, me acobarda mirar de reojo el mareante grosor de cada uno de los libracos… no sé, no sé… quizá habrá que esperar al verano que viene…