12 diciembre 2008

In Memoriam

Francisco José Yndurain. Miranda de Ebro. Abril 2006

La semana pasada nos sentábamos en la reducida sala de conferencias de la casa municipal de cultura de este mi pequeño pueblo, tan reducida que mas bien diría yo que se trata de una “habitación de conferencias”, pues hasta el nombre de “sala” le queda holgadamente grande. El conferenciante, D. Manuel Aguilar, doctor en Física por la UCM, que fue hasta el año pasado vicepresidente del CERN ginebrino y actual Director de Investigación Básica del CIEMAT, se disponía a hablarnos de las implicaciones del Gran Colisionador de Hadrones (LHC) en la investigación física actual. Al inicio de la charla, el doctor Aguilar conectó su ordenador pero, en lugar de la habitual carátula de presentación, apareció en la pantalla la imagen de un hombre mayor aunque de aspecto jovial, que inmediatamente me resulto muy familiar. Apenas había empezado a intentar traer a la memoria su nombre, cuando D. Manuel nos dio la noticia: “Antes de empezar, quisiera tener un recuerdo para mi buen amigo Francisco Yndurain, gran persona y apreciado colega. Paco nos dejó el pasado mes de Junio”.

Al oír estas palabras, sentí en el corazón esa tristeza indefinida y melancólica que te atenaza cuando recibes la noticia muerte de una persona que, aun no perteneciendo a tu círculo íntimo, es alguien a quien profesas admiración y respeto, y sobre todo, por el que sientes que el mundo se ha quedado un poquito más vacio y huérfano con su desaparición. Mi pensamiento abandonó de inmediato aquella pequeña sala en la que D. Manuel empezaba a enunciar las características del LHC, y voló hasta un ya lejano día otoñal de 2005, en el cual celebrábamos el centenario del annus mirabilis de Einstein, aquel prodigioso 1905, que vio la publicación de los tres trabajos más influyentes en la física actual de que se tenga noticia. El espectacular auditorio del Palacio Kursaal de San Sebastián, obra de Rafael Moneo, tan diametralmente opuesto a esta diminuta habitación que ocupábamos ahora, rebullía de gentes que habíamos llegado de todas partes al Congreso Einstein, bajo los auspicios del Donostia International Physics Center. El conferenciante de turno, en aquella ocasión, era el profesor Francisco Yndurain catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid, que se disponía a hablarnos de “Relatividad, fotones y partículas”.

Al subir al estrado el profesor Yndurain, una vez se hubieron acallado los protocolarios aplausos, se acercó a la mesa y encendió un enorme proyector de transparencias. “Como en la Autónoma de Madrid –dijo- somos bastante primitivos, (risas) yo utilizo transparencias en vez del Power Point. Me comentaron los organizadores que era preferible que usara Power Point, porque era más elegante, pero yo me acordé de una frase de Einstein, citando a Boltzmann, cuando dijo que la elegancia era buena para los sastres, y como yo no soy sastre…” (risas y aplausos) “Como también soy primitivo en otras cosas, voy a señalar [las imágenes] con un paraguas”. En este momento sacó bajo el estrado un enorme paraguas negro plegado que enseño al público (explosión de carcajadas) “Esto del paraguas es muy interesante, porque en Madrid es un objeto arqueológico, puesto que ya no llueve nunca, aunque aquí en San Sebastián, aun tiene cierta utilidad” (eran años de fuertes sequías) (carcajadas y ovación cerrada). Y efectivamente, el Profesor Yndurain, después de ganarse el auditorio de tan salada manera, completó toda su amena conferencia con el paraguas colgado del antebrazo (mientras no señalaba con él) y poniendo y quitando laminillas en el antediluviano proyector.

No fue aquella la última vez que compartí ese delicioso modo de divulgar ciencia de D. Francisco. Apenas unos meses después, en abril de 2006 y de nuevo en mi pequeña ciudad, aunque por fortuna no en este diminuto cuarto, él (con sus inseparables transparencias) nos regalaba una conferencia sobre “el micro y macrocosmos”. Esa vez no utilizó paraguas, sin duda porque la sequia había remitido. En aquella ocasión y hablando informalmente del sentido común como importante criterio en la investigación científica, salió a relucir la anécdota sobre ciertos alumnos suyos de un seminario de Cromodinámica Cuántica en Santiago de Compostela, a los que propuso cinco problemas que debían estar resueltos al día siguiente. Los alumnos, ante el apuro, se reunieron en una de las salas de la residencia donde se realizaba el seminario y donde todos ellos (incluido Yndurain) se hospedaban. Después de varias horas, habían conseguido resolver cuatro de los problemas, pero el quinto se resistía obstinadamente. A las 1.00 de la madrugada, cuando D. Francisco volvía de conocer la noche santiaguina, se extrañó de ver luz en la sala de reuniones, se acerco allí y asombrado de ver a los alumnos, les preguntó que sucedía. Estos le contaron su tribulación con el “quinto problema” y el, apiadado de sus grandes ojeras, les dijo: “¡Ah! Ese problema… ¡pero si es muy fácil..! Se lo puse para que vean un ejemplo del tipo de cosas que no tienen solución. Bueno, me voy a la cama que es muy tarde. Buenas noches”.

En aquella ocasión, aunque solo habían transcurrido unos meses, le noté bastante más delgado y envejecido que en San Sebastián, aunque siempre dotado de ese entusiasmo contagioso por la ciencia y su divulgación, que hacía que los auditorios la sintieran como algo cercano, e importante, como la aventura intelectual (y a veces humana) que representa, y no como un abstruso galimatías de formulas para especialistas. Quizá en una gran ciudad acostumbrados a tener todo tipo de suministros culturales: conferencias, coloquios, seminarios, etc. estas cosas pasan más inadvertidas, pero en las pequeñas localidades de provincias no dejamos de sentir como un pequeño milagro el poder tener acceso a los conocimientos y la experiencia viva de personas como Francisco Yndurain, Manuel Aguilar, Alberto Galindo, José María Sánchez-Ron, Fernando Flores y tantos y tantos otros que la memoria no me permite ahora recordar. Todo ello en gran parte al buen hacer de instituciones como la Real Academia de Ciencias o el CSIC; pero también, y eso nunca lo olvidaremos, al noble sentido del deber de divulgación a que se someten personas de la talla científica y nivel de responsabilidades como las citadas, y que acceden a dictar una conferencia de hora y pico, en un pueblo perdido del norte castellano, una tarde fría y lluviosa, con 8 horas de viaje y en un local en el que a duras penas pueden sentarse las 20 o 25 personas que asisten, emocionadas, al acto.

Por todo ello, D. Francisco, ahora que llegó el momento de la despedida y que sé que nunca más coincidiremos en ninguna sala de conferencias, fastuosa o diminuta, quiero dejarle esta pequeña constancia de mi eterno agradecimiento y admiración. Si alguna vez hemos conseguido ver un poco más allá, ha sido porque nos hemos aupado en hombros de gigantes. Como los suyos.

Sit tibi terra levis. Que la tierra le sea leve.

07 diciembre 2008

Le rouge et le vert

Reflejos en el tren

Creo que fue un brusco traqueteo del coche el que me hizo trastabillar un poco y me sacó de ese sueño denso y pesado de los trenes, cuando aun los parpados te pesan más que las ganas de mirar alrededor y todo parece un poco confuso, irreal, como envuelto en una neblina dulzona. Pero la verdad es que no tuve que hacer ningún esfuerzo para verla: estaba justo allí, delante mismo de mis ojos, tan próxima que producía una extraña sensación de intimidad sorprendida, como un cierto reparo de intromisión. Amplia y voluptuosa, suave y cálida, meciéndose lentamente al ritmo de los balanceos de la marcha. Lo primero que me llamó la atención, fue ese llamativo color rojizo intenso, entre otoñal y acaramelado, como sincronizado con el ocre intenso de los bosques seminevados que ahora atravesábamos a toda marcha. Se derramaba sobre un lateral del asiento y jugaba al escondite con el verde de la tapicería, con el que contrastaba y a la vez se complementaba a la perfección, como si un hábil diseñador lo hubiera elegido así de entre todos los matices del cobre y los infinitos del verde (“els colors del vert… No: tots els colors del vert… ¿por qué me viene eso a la cabeza?”).

Abrí los ojos por completo e, instintivamente, quizá debido a la proximidad, adelanté un milímetro la nariz inspirando un poco de aire…, no me llegó ningún olor (“¿Es que esperabas otra cosa…?”), pero mi reacción me hizo sonreír: cuanto deberemos de nuestras opiniones, sin saberlo, a esas sensaciones primarias (“¿Seguro que no te ha llegado ningún olor?” -Inspiré otro poquito- “no sé, quizá un matiz herboso y… ¿húmedo?”). Sea como fuere, eso me hizo despejarme casi del todo, y poco a poco dirigí mi atención, ya decididamente voluptuosa, hacia las preciosas ondas que cabalgaban en todas las direcciones sobre el respaldo: el conjunto era verdaderamente esplendido: las ondulaciones de todos los tamaños rivalizaban por acoplarse unas a otras, por rodar, entremezclase, rebotar… Los suaves traqueteos hacían que esas pequeñas hélices se estiraran y se encogieran con un ritmo perfecto, un poquito hipnótico, pero organizado, como si una roja medusa se dejara mecer con suavidad por el oleaje sobre un manto de coral verde.

De vez en cuando, algún movimiento un poco más amplio, hacia que todo el conjunto oscilase con elegancia a derecha e izquierda, deshaciendo en un segundo todo aquel sutil trabajo de acoplamiento que mis ojos habían seguido con tanta atención y que ahora volvía a recomenzar; siempre idéntico, pero nunca igual. Por un momento me imaginé a mi mismo pasando la mano suavemente por su superficie y me pregunté cómo sería sentir el tacto de esas ondas, como se extenderían al deslizarse por mi palma, (“¡Venga ya..! ¿Pero qué dices…?”) Mi vista se posaba ahora con fijeza en aquella voluta un poco mas díscola que las demás, la que sobresalía rebelde hacia afuera, apuntándome con una especie de ironía o de desafío, la única que exhibía con descaro una veta más clara, casi rubia, destacando sobre el fondo de bronce. Asombrado, y un poco asustado, puede ver como mi mano se extendía hacia el borde del respaldo (“¡Joder…! ¡Qué coño haces…!”) y rozaba levemente con el dorso aquella onda rebelde: lentamente cedió, estirándose bajo la presión de los dedos que se deslizaban sobre ella; al terminar el recorrido, dio un brusco salto enrollándose de nuevo, volviendo desafiante a su posición original.

Retire mi mano con presteza, justo un segundo antes de que otras manos surgieran del asiento delantero e introduciendo los dedos en la mata rojiza, la ahuecaran con un par de resueltos tirones, que además la abrieron sobre el respaldo en todo su esplendor. Con una sensación de calor intenso en las mejillas, volví la cara hacia la ventanilla (“Dios…!! ¡Mira que eres gilipollas…!”) Allí a lo lejos unos enormes peñones de granito se peleaban por salir de una blanquísima manta de nieve que se extendía hasta perderse de vista. Acerqué el dorso de mis dedos a la nariz: (“¿mandarina?”). Eché una rápida ojeada a la mata encrespada que exhibía impúdica su explosión rojiza. Mientras la miraba, me acordé del postre que hacia unas horas había tomado en la estación: una mandarina. Volví de nuevo la vista hacia la planicie nevada (“¡Definitivamente: eres gilipollas…!”) y poco a poco fui notando como la monótona marcha del tren iba venciendo mi resistencia: los parpados me pesaban cada vez más y todo empezó a difuminarse disolviéndose en una enorme superficie blanca…

El brusco frenazo hizo que mi codo se saliera de la repisa de la ventanilla y el cristal me golpeó la frente. Me incorporé sobresaltado. El tren se había detenido y un enorme chorro de agua caía desde el alero de la estación derramándose como un torrente sobre el cristal exterior del coche. Miré hacia el asiento de adelante: el verde de la tapicería lucía un poco desvaído y nada destacaba sobre él, a no ser ese trapito lacio con el anagrama de la compañía. Sorprendido, escudriñé el reflejo del asiento en las ventanas cercanas: estaba definitivamente vacio. Estirando el cuello todo lo que pude, ojeé el pasillo del coche hasta las portezuelas delanteras: excepto unos cuantos pies descalzos colgando de los asientos, nadie lo ocupaba (“¡No puede ser…! ¿Tanto me he dormido?”). Me volví de nuevo hacia la estación: gente rebozada en abrigos y bufandas iba y venía rodando sus maletas por el andén. Desesperado, comencé a mirar de un lado a otro, sin saber muy bien que buscaba, cuando de repente, justo cuando sentía el tirón del tren al arrancar, me pareció ver, de forma confusa por el escorzo imposible y el río de agua que se deslizaba por el cristal, un destello rojo que destacaba sobre un esbelto abrigo gris. Una décima de segundo más tarde (“¡Mierda…!! ¡Espera, espera…!”), la puerta del vestíbulo se cerraba tras una maleta azul y el tren pasaba raudo dejando atrás el edificio de la estación.

Me quedé unos segundos en la misma posición, mirando con rabia como el edificio se iba haciendo cada vez más pequeño en la lejanía. Finalmente me recosté en el asiento y, con un suspiro, cogí el libro de la mesita abriéndolo por donde sobresalía el billete. En sus páginas, el bueno de Tarnas se afanaba en explicar como “la herencia de Platón y Plotino influía en la formulación Agustiniana del Logos judeo cristiano” (“¿Qué…?”). Levanté la vista hacia el asiento delantero y pasé suavemente el dorso de los dedos por el cabezal. Suspiré otra vez y, mecido por el suave bamboleo del tren, volví a bajar los ojos al libro: “… influía en la formulación Agustiniana del Logos…”

14 noviembre 2008

Stendhal y la sonrisa de Gioconda

La Gioconda. Leonardo da Vinci. Le Louvre. París

Puedo confesar abiertamente que nunca he sentido ese traído y llevado “Síndrome de Stendhal”, o al menos no con la mítica intensidad con que lo sufrió el sensible francés, al que como se ha comentado por este o aquel blog, ante la visión de la Basílica de la Santa Cruz en Florencia le acontecieron palpitaciones, ahogos, desmayos y otras lindezas románticas. Es verdad que he sentido algunas veces, dicho sea en descargo de mi artíchtica sensibilidad, un cierto “subidón de belleza” delante de algunas obras de arte que, vaya Vd. a saber por qué, me han impactado de manera especial. Que yo recuerde ahora así a vuela pluma, una vez sintiéndome rodeado de los inmensos lienzos de los “Blue I, II y III” de Miró, otra sumergido en la plateresca espuma de San Esteban en Salamanca o una tercera mientras me atenazaba la luminosa tristeza del Réquiem mozartiano.

Sin embargo para sorpresa mía, en este último viaje sí que pude sentir un novedoso (para mí, claro) sentimiento estético, que al no tener puntos de referencia positivos para describir, no puedo hacerlo más que de una forma negativa como un “anti-síndrome Stendhal”. Verán: es una especie de tragedia en miniatura tener una colección como la del Louvre al alcance de la mano (o del ojo, más bien), y solo disponer de 4 míseras horas para perderse por su caótico laberinto de pasillos y pasadizos, sus mortíferas escaleras, sus desquiciantes sucesiones de “cours” y “salles”. En esas circunstancias uno tiene que elegir, y para este caso cotejando visitas anteriores y previstas, la determinación fue draconiana: las salas de antigüedades sirias y egipcias, los primitivos italianos, la pintura holandesa del siglo XVII.

¿Y el anti-síndrome? Supongo que, si han estado en el Louvre, se habrán percatado que el orden cartesiano, o no esta adecuadamente desarrollado en él, o alcanza tal perfección que queda fuera del alcance del común de los mortales, de forma que desplazarse de una zona de la colección a otra, se transforma en una aventura en la que se pueden encontrar todo tipo de avatares: perdidas, ascensos, descensos, desorientaciones, búsqueda desesperada de guías o interminables discusiones delante de los planos del edificio. En esas circunstancias nos vemos obligados a atravesar a velocidad galopante, salas y mas salas repletas de cuadros y esculturas. Y algunos de ellos, al pasar como una exhalación, nos golpean de tal manera la sensibilidad, que a veces uno pierde el aliento en el encontronazo: -“¡Dios, que precioso Rafael…”- - “Espera, espera un poco, mira que Veronese…”- -“Joder… ¡No me acordaba que estaba aquí este Canaletto!! Aguarda solo un segundo…”-. Al final, claro, nos rendimos ante la imposibilidad de dedicar aunque sea solo ese minuto, a cada obra que nos asalta al paso de las laberínticas salas.

En ese momento, cuando ya se produce la renuncia, uno puede sentir una intensa punzada de dolor en ese extraño punto a medio camino entre el corazón y la cabeza, una abrumadora sensación de pérdida que se produce pasar delante de tanta belleza teniendo que conformarse solo con volver la cabeza al paso de la marcha, una especie de desaliento estético que de pronto, nos hace caer en la cuenta de la futilidad y lo absurdo del empeño, de forma que se siente como una mortífera puñalada en el ánimo, un decaimiento que ya no nos dejará disfrutar con gozo ni siquiera de aquellas partes de la colección previamente elegida y que al final, después de mil rodeos y perdidas, encontramos. Eso, mis queridos e improbables lectores, es lo que primero me vino a la cabeza: “el anti-síndrome de Stendhal”.

Y ni siquiera es lo más grave de este asunto, ya que a semejanza del “síndrome” positivo, este negativo también tiene numerosas variedades, capaces de hacernos sentir una amplia gama de dolores estéticos. Uno muy especial, y que abunda este museo, es el hecho de tener que acercarse, en uno u otro momento, a las salas dedicadas a esos iconos del turismo de masas, del estilo de la Gioconda o la Venus de Milo. Es realmente insoportable. La vergüenza ajena, el dolor estético y la rabia contenida que me produce ver esas masas vociferantes de personas amontonadas delante de las obras, abrasándolas con los flashes de los centenares de estúpidos móviles, con el único objeto de obtener una deleznable fotografía (Sí: el Louvre permite la libre filmación y fotografiado en todas las salas).”¿Pero para qué...?” me pregunto continuamente: ¡Si son las imágenes más reproducidas del mundo, y puede uno encontrar sin el menor esfuerzo y de forma prácticamente gratuita millones de reproducciones de excelente calidad de todas las formas, tamaños y resoluciones!! Asombra observar desde fuera como la inmensa mayoría de las personas allí congregadas apenas si dedica una ojeada de compromiso a la obra en cuestión (salvo a través del visor de la cámara, claro). ¡Y eso sin hablar de otras obras tan excelentes o más que las “celebres”, y cuya presencia pasa en la más insultante de las indiferencias! Que yo recuerde, apenas dos o tres personas contemplábamos la bellísima Coronación de Fra Angélico, los impactantes frescos de Boticelli e incluso, ya puestos a “celebridades”, la Virgen y Sta Ana de Leonardo da Vinci y a cuya extraordinaria composición y emotividad merece la pena dedicar bastante más tiempo, en mi opinión, que a la traída y llevada Gioconda. Pues allí estaba: absolutamente desierta ¡¡a pesar de que apenas las separan 30 metros en salas contiguas!!

“¿Y a ti que te importa? Pues así las puedes ver con menos estorbos..” dicen mis sensatos acompañantes cuando la desazón de esta variedad del anti-síndrome de Stendhal me atenaza haciéndome despotricar en alta voz de semejante despropósito. Pues sí: no deja de ser cierto, pero a mí me duele, y mucho, el sentir de una forma tan lacerante esa dramática falta de sensibilidad estética, ese desprecio tan absoluto e insultante por la belleza, ese sonrojante catetismo consumista de estar allí solo por decir que he estado, sin comprender nada y lo que es más grave: sin interesar en modo alguno comprender nada (es frecuente que dos o tres individuos o individuas de tal ralea, después de haberse acercado a codazos para fotografiar la obra, se alejen de ella sin dedicarle ni una sola mirada, discutiendo de las bondades fotográficas de sus respectivos móviles). En fin. Dejémoslo estar. Pero recuerden: la próxima vez que se acerquen al Louvre, dispongan al menos de un día entero. De lo contrario el anti-síndrome de Stendhal les acecha. El que avisa no es traidor.

24 octubre 2008

La importancia de encontrarse a Ernesto

Poesia concreta. Marcelo Aurelio
Poesía concreta. Nocturama Fotoblog. Marcelo Aurelio

Siempre he sentido una profunda, aunque sana y admirativa, envidia por aquellos que poseen el extraño don de la poesía: esa mágica capacidad de hacer surgir en el lector un intenso destello emocional “solamente” con juntar una cuantas (pocas) palabras. Porque humildemente creo que en la poesía, más aún que en el cuento que decía Cortázar, no se puede ganar de otra manera más que por K.O. y además por K.O. fulminante. Y eso, mis absolutamente improbables lectores, es muy, muy, difícil. Verán: yo creo que a la poesía no le es imprescindible un significado (aunque pueda tenerlo), ni una historia (que a veces, no obstante, cuenta), ni siquiera que lleguemos a entender del todo de que nos está hablando (aunque el saberlo, en ocasiones, ayuda), pero lo que sí le es absolutamente necesario, es hacernos sentir con nitidez su impacto, un nítido punch emocional ya desde la primera lectura. Tenemos que acabar de leer y poder decir: “¡Joder, que bonito es esto…!!” Luego pueden venir otras apreciaciones más pausadas, (y desde luego más elegantemente expresadas) o podemos descubrir nuevos matices, e incluso desmenuzar sus ritmos, sus trucos, sus razones, y que incluso nos hagan acrecentar ese inicial placer, pero todo ello no será, al fin y al cabo, sino una mera confirmación de que hemos dado con un efectivo “hálito” poético. Si eso falla, el texto caerá, para nosotros, en la pesadez o en la cursilería, esos dos estados carenciales entre los que la buena poesía mantiene un equilibrio harto delicado.

Puede que por esta dificultad intrínseca que impone la desnudez de la poesía, por su imposibilidad de camuflar la falta impacto con historias, significados o conocimientos; es por lo que a veces tengo la perturbadora tentación de pensar que la poesía es algo, por así decir, “fuera” de la literatura, algo que no comparte con total exactitud las características de los otros géneros literarios más convencionales como la narración, el ensayo, la crítica, o la opinión, algo mas dirigido a la emoción que al intelecto, como si solo tuviera en común con todos ellos, el hecho tangencial (pero a la vez mágicamente imprescindible) de utilizar las palabras como vehículo, como armazón expresivo, algo así como si la poesía fuera uno de los dos polos opuestos de la expresión oral, o escrita, aquel en el que las palabras transportan hacia nosotros pura emoción, por contraposición a aquel otro en el que nos proporcionan puro conocimiento. Mucho se ha escrito, por supuesto, sobre este tema, que otros prefieren expresar diciendo que la poesía supone una forma especial, diferente de conocimiento: algo distinto del racional, pero muy definido y tan revelador como él del aspecto humano de las cosas. ¿Quién podría decir, después de leer la primera de las poesías de más abajo, que no ha captado con precisión el estado anímico del narrador, incluso mejor que con quince folios de prolijas explicaciones?

Quizá a causa de este rollo de arriba, es evidente que no abunda entre los blog el género poético (el original, por supuesto: del copiado rebosa por todos lados), y mucho menos el material del que puedan leerse algunos versos seguidos sin que la vergüenza ajena nos obligue a darle apresuradamente al ratón. Así que me van a permitir la veleidad de compartir con Vds. uno de esos raros ejemplares que uno, en sus andanzas bloguiles, va conociendo. Aunque Ernesto forma parte desde casi siempre del “núcleo duro” que nuestra querida Sardinilla reúne a su alrededor, mi conocimiento de sus escritos era solo tangencial cuando no inexistente. Quiso la fortuna, no obstante, que en uno de esos frecuentes ”encontronazos” virtuales que a veces sin saber cómo tenemos por ahí, que lo que empezara con no muy buen pie, como un conato de enemistad, se fuese transformado en un asombrado conocimiento de sus textos, que a poco de iniciado, me dejo bastante deslumbrado por su intensidad, su expresividad y sus arriesgadas incursiones en muy resbaladizos terrenos literarios: el “dadaísmo” de su esquiador, la tierna poesía burlesca, o los crípticos microrrelatos tirando a surrealistas. La wilderiana importancia de conocer a Ernesto en la vida real, además de permitirme disfrutar de su acentillo malagueño, me confirmó la subyugante sensación de estar presencia de una personalidad muy especial: tierna y compleja, idealista e incisiva, recia y candorosa. Un gran tipo, vaya…

Bueno, basta ya: les invito, por supuesto, a conocer su “Generación perdida”, pero no solo el último post: aunque no sea muy frecuente en la blogsfera tan urgida por lo inmediato, lo reciente, y lo efímero, les animo a sumergirse en él y buscar textos, poemas y dibujos pretéritos (es también fascinante su capacidad de expresión gráfica), en la completa seguridad de que, si de verdad les gusta la lectura y el descubrimiento de cosas nuevas, disfrutarán de unos asombrados buenos ratos. De todas formas, por si no quisieran, o no pudieran, hacer ese esfuerzo, aquí les copio (con el generoso consentimiento de Ernesto) unas cosillas poéticas que a mí me han gustado, pero que no necesariamente tiene que ser lo que les guste a Vds. (se chinchan que para eso es mi espacio). Otro día, si eso, ya ponemos algo suyo en prosa. Ahí va:

Lo que tengo y lo que no

Tengo algunas cosas, no lo he perdido todo,
me quedan dos palabras, abrazo y destrozo,
tres recibos del VIP´s, la complicidad con los locos,
un par de libros regalados, una pizca de odio,
algunas evidencias y pocos testimonios:
nunca te dejaba que me sacaras fotos.
Tengo algunas cosas, no lo he perdido todo,
me acompaña la canción que escuchamos en agosto,
silencio, silencio, sin sorpresas, pero absortos,
en los cuadros de la colcha que tendimos nosotros,
en la cama que nunca más será nuestro reposo,
sino la tumba dulce donde escribo este responso.
Tengo algunas cosas, no lo he perdido todo,
tu mirada de perfil, las cosquillas y el co-co-co,
el gintonic junto al río bautizado por los moros,
una tarde en Portugal con el atlántico de fondo,
y una forma de fregar imposible los recodos
de los suelos que ya no pisaré con tal decoro.
Tengo algunas cosas, no lo he perdido todo,
guardo los pañuelos donde unimos nuestros mocos,
tus dibujos distraídos en papeles entre el polvo,
los mensajes caducados, nuestra pólvora en remojo,
tus recetas de cocina y los calcetines rotos
por haberte andado tanto y haber visto tan poco.

Ernesto García. Una generación perdida. Agosto de 2008

Es lástima que este blog carezca de un nutrida colección de lectores (serán pocos, pero escogidos: eso sí…) porque sería muy divertido realizar un concurso de ingenio para intentar pescar cual es la carga de profundidad que lleva oculta el siguiente poema de Ernesto. Aunque es bello de por sí, su significado “subliminal” dice mucho del ingenio y la “capacidad versificadora” de nuestro personaje. Como pista vale su propio título, claro, pero ya que no es muy reveladora, ahí va otra: aunque a mí no me gusta poner los versos en alineación centrada, en este caso todo tiene sus razones: hasta las faltas de ortografía.

A 59 segundos del final

Quiero y no puedo, mas
una vez pude odiarte,
ingenuo, nadie,
en el momento de decir que
rara vez conocí
otra como tú

Fríamente lo espero,
oradando la pared,
las palabras muertas,
los enigmas, los silencios
asumidos sin modestia,
recogiendo en una muestra
mis mentiras bien contadas,
escondidas como restos.

Alguna vez te sentí.

Mi angustia me recuerda,
al vuelo de un insecto,
mareando un suicidio
en el cristal imposible;
nunca es imposible.

Mirándote la boca,
el sexo dibujado en
nupcias estrenadas,
días entregados a lo
irrelevante,
zarpando a otro abismo
a bordo de un papel vacío,
buscando en el cielo
abierto y cerrado, de tus
labios

Ernesto García. Una generación perdida. Julio de 2008


15 septiembre 2008

Sinusoides

Festival de Música Antigua de Sajazarra
Intérpretes en el Festival de Música Antigua de Sajazarra

-“¿Se imaginan como sería, grosso modo, la línea temporal de la vida de la mayoría de nosotros?”-

Creo que fue en alguna clase de física, ya remota. El profesor intentaba explicarnos los fundamentos de la teoría de la relatividad, y para dar una idea del concepto de espacio-tiempo, nos pidió que imaginásemos una gráfica en la que en el eje vertical se representaba la posición en el espacio, mientras que en la horizontal se representaba el transcurrir del tiempo. Así, como el tiempo no para nunca, nos explicaba, si uno se estaba quietecico en el mismo sitio, sin moverse, la "línea del tiempo" resultante sería una larga y monótona horizontal. Pero si uno empezaba a desplazarse de acá para allá, la línea empezaría a animarse: a subir, a bajar, a curvarse, a brincar. Lo único “prohibido” era que la línea alcanzara o superara la vertical: tal cosa implicaría retroceder en el tiempo. La imagen era muy sugerente y rápidamente nos atrapó a todos. Después de explicar varios conceptos teóricos con ese modelo, y a punto de finalizar la clase, nos hizo la pregunta aquella.

Quedamos un tanto perplejos, pues a nadie se le había ocurrido semejante cosa: ¡una vida entera moviéndose! La mayoría creo que nos imaginamos una especie de ovillo tremendamente enmarañado y caótico. El profesor nos miró unos segundos, se acercó a la pizarra y dibujó sobre los ejes una perfecta y sencilla sinusoide que partía de un extremo y llegaba, sin más, con sus limpias ondulaciones hasta el opuesto. Allí se hacía horizontal y luego bajaba hasta el eje inferior. “¿Se han fijado –comentó sin volverse, mirando la línea que acababa de dibujar- en que casi siempre acudimos a los mismos lugares una y otra vez, casi siempre con los mismos intervalos, casi siempre siguiendo los mismos caminos, casi siempre haciendo las mismas cosas?” “Una sinusoide casi perfecta –dijo siguiendo con el dedo la forma en la pizarra- arriba y abajo, arriba y abajo”. Cuando su dedo llegó al tramo horizontal, lo siguió unos milímetros más, suspiró, tomó el borrador, limpió la pizarra y volviéndose hacia la mesa solo comentó: “Bien: mañana corregiremos los problemas de este tema. No olviden repasar los formularios”.

Hoy no he podido por menos que acordarme de aquel día lejano, mientras me disponía a apilar en el cajón de las cosas a conservar, el bonito programa del XIX Festival de Música Antigua de Sajazarra: el FMAS para los amigos. Siempre me da mucha pena este momento, porque viene a significar, dada la peculiar climatología de este umbrío norte burgalés, el final práctico del verano y quizá sea por eso por lo que el bendito programa se pasa veinte días dando remolonas vueltas por mesas, sillas y montones varios antes de desaparecer en esa pequeña tumba en la que al final hoy descansa acompañando a los doce o trece que le precedieron. El festival de la villa riojana es, para mí, uno de los más nítidos picos de esa sinusoide que, como muy bien sabía mi clarividente profesor, la mayoría de nosotros no hacemos sino remontar y ascender como un tobogán maniático. Pero al menos este pico en concreto encierra dentro de sí algunos de los más hermosos momentos del año, desde el punto de vista musical, y también desde el humano.

En esta edición nos fue posible acudir a cuatro de los conciertos, lo que sobre el total de seis de la programación en días de laborables, no está nada mal. La música, aceptable y ajustada en líneas generales al objeto del evento, aunque confirmando esa leve tendencia que parece imponerse en ciertos festivales, y organizadores, de reservar siempre alguno de los actos para ese supuesto público que no se siente atraído por la “seriedad” de la música clásica y al que hay que “captar” con algo menos serio o presuntamente más ligero, o llevadero, según otros. A mí francamente todo eso me suena un tanto a música celestial, porque modestamente opino que aquellos oyentes que no han adquirido una receptividad para la música clásica en determinado momento de su vida, va a ser muy difícil que se sientan entusiasmados por un concierto de la escuela alemana de tecla del s. XV (pongamos por caso…). Y oído en boca de los políticos subvenciondores de los eventos, casi suena a disculpa avergonzada frente a unos supuestos numerosos votantes que piensan que sus dineros estarían mejor invertidos en un torneo de furbito. Algo así imagino es lo que se pretendía con la programación del concierto del día 20 a cargo de Rafaele Bonnavita y Antonio Carrilho con su “Del barroco a la bossa nova”. Si bien no hay nada que objetar a la maestría de los intérpretes, sobre todo la de Carrilho con sus flautas, resulta un tanto paradójica la inclusión de piezas de bossanova en un evento de este tipo. Pero en fin… todo sea por atraer a esos “nuevos públicos” que, a lo que se ve, sienten una atracción irresistible por la música de Villa-Lobos o Piazzolla (y eligen, además, un festival de música antigua (¡!) para escucharlos).

Para el resto de los días, afortunadamente, una programación mejor estructurada: desde el “Tasto Solo” de Guillermo Pérez y su deliciosa recreación de los instrumentos tardo medievales con los que ejecutaron el dia 17 las tablaturas góticas de Conrad Paunman, que tan difíciles son de transcribir a nuestros modos interpretativos actuales, hasta la deliciosa joya del “Hommage a Baccus” de Joseph Bodin de Boismortier que nos ofreció el dia 21 Josep Cabré y su “Compañía Musical”. La vitalidad de Cabré en el escenario, (¡encantadora su interpretación en el atrio de la iglesia, durante el intermedio, del “puisque vous voulez que je chante…”!), su frescura y desenfado, para nada reñida ni con la seriedad del trabajo musicológico, ni con los fines de un festival de música antigua, sí que pueden contribuir, esta vez de verdad, a captar nuevos públicos para un festival que, dicho sea de paso, apenas los necesita pues en casi todos los actos se agotan las plazas disponibles. Y, claro, dejo para el final la maravillosa actuación el dia 19 de “Dialogos Ensemble” con su programa “Abbo Abbas”, bajo la dirección de Katarina Livjanic.

Durante dos horas mágicas escuchamos sus impresionantes reconstrucciones de las polifonías altomedievales de las abadías de Winchester en Inglaterra y Fleury en Francia, hilvanadas ambas por la tortuosa historia de Abbon, abad de Fleury, muerto en extrañas circunstancias en 1004 y reputado como uno de los hombres más sabios de su tiempo. Como en una de aquellas prohibidas líneas del tiempo de las que nos hablaba mi profesor de física, los siglos parecieron desprenderse de las muros románicos de la iglesia de Sajazarra y envolvernos en esa gigantesca onda emocional que construye la música, para depositarnos en el centro del turbulento año mil. No sé si fue la perfecta comunión de continente y contenido, o la exacta sincronía de las voces femeninas de “Dialogos”, o quizá solo la fresca penumbra de la iglesia frente al fuego del agosto riojano, pero por unos minutos todos los allí presentes, sentimos con toda claridad el paso de esa gigantesca sinusoide que acarrea a la humanidad a través de los milenios, subiendo y bajando, recorriendo las mismas emociones, idénticas pasiones, análogos temores; abocados siempre a reiterar las mismas cosas una y otra vez. Puede que solo la irrepetible belleza de algunas obras de arte, como estos cánticos de los monjes de Fleury quede, en algunas ocasiones y por unos pocos minutos, al margen de semejante sinsentido.

FMAS_2008

05 septiembre 2008

El final del verano

Leyendo

Hoy, como muchos días de este verano, me he quedado mirando un tanto melancólicamente, y desde luego con bastante remordimiento, esa fecha del 13 de mayo que se exhibe impúdicamente ahí, al frente de este blog cuasi abandonado, como esas casas de los pueblos que poco a poco van viendo como se desvencijan sus ventanas y se caen sus tejas. No acabo de entender muy bien la razón de esta travesía del desierto bloguil, porque no será por falta de acontecimientos (algunos de jugoso lustre narrativo, como la caminata jacobea entre Pamplona y Logroño), ni por falta de ganas, que algunas veces incluso se han hecho angustiosas. Pero ya se sabe que en ciertas ocasiones y sobre todo en el verano, las cosas se confabulan para transcurrir un poco al margen de nuestra voluntad. Algo, como decía mi querido Laporte, como si esas cosas retornaran un tanto a la infancia y a un ritmo distinto: menos dependiente de nuestra voluntad y más ligado a los deseos emotivos e impredecibles.

Pero todo tiene un fin, y el de este verano ya está muy cercano astronómicamente hablando y desde luego ya bien sobrepasado desde el punto de vista vital. Septiembre tiene siempre ese aire de fin de fiesta, de retorno a la obligación pura y dura, que nos hace mirar hacia esos días transcurridos con un poco de nostalgia y un mucho de pesar. Y me resulta chocante que lo que más vivamente acude a mi memoria de este verano, está más relacionados con experiencias subjetivas, que con grandes viajes (que los ha habido, y preciosos) o carnales placeres (que también los ha habido, y deliciosos): una de las cosas mas curiosas en el recuerdo ha sido la experiencia lectora que he tenido prácticamente desde las fechas en que se detuvo este reloj bloguiano: hacía muchos, muchos, años que no atravesaba un periodo de tan voraz apetencia literaria y tendría que remontarme a tiempos juveniles para encontrar otro periodo tan intenso volumétricamente hablando.

En este verano lo anómalo ha sido, creo, la acumulación de lecturas de longitud inusual, quizá como una inconsciente reacción personal a esta ubicuo aluvión de minihistorias, microrelatos, nanocuentos, haikus y demás epítomes de la brevedad literaria últimamente tan de moda: casi sin solución de continuidad me he ido sumergiendo de mamotreto en mamotreto en los que las mil páginas quedaban superadas con holgura, con una satisfacción e impulso, que hacía tiempo que no me reconocía. Empezamos el buen tiempo (aun no verano astronómicamente hablando) con “Las Benévolas” de Jonathan Littell, reseñado unos pocos post antes que este, tremebunda historia de la Segunda Guerra Mundial desarrollada en 1000 páginas de un tamaño notable, que te arrastra desde Berlín a través de los devastados campos húngaros hasta las gélidas llanuras de Stalingrado en pos del horror más absoluto. Pero en fin: se ve que las fauces lectoras me quedaron chorreantes, pero todavía ansiosas con este pantagruélico aperitivo, y el azar quiso poner a mi provinciano alcance el polimórfico y enigmático “2666” de Roberto Bolaño cuyas 1200 páginas no le andan a la zaga al tocho del Littell (Por cierto si alguno de mis cuasi inexistentes lectores ha leído ambas obras ¿no ha notado una escalofriante concomitancia en ciertos pasajes que transcurren en la Rusia de la II Guerra Mundial hasta el punto de parecer algunos fragmentos de la novela casi una transcripción de la otra?).

Pero por lo que se ve, el complejo edificio de Bolaño tampoco fue suficiente para calmar los ardores lectores que me insufló este inusual verano, y así me vi compelido a atacar la trilogía “Tu rostro mañana” del pulcro académico de la lengua Javier Marías. Entre los tres tomos (y eso si no contamos “Todas las almas” como prólogo) se nos pone la cosa en 1250 páginas de ese estilo tan subjetivo y digresivo de Marías que, la verdad sea dicha, me encanta y me sorprende simultáneamente (el que un personaje levante una espada sobre la cabeza de otro, y entre ese acto y su descenso vertiginoso, transcurran diez páginas de pensamientos, disquisiciones y meditaciones, no deja de ser toda una hazaña narrativa). A caballo de unos y otros, algunas piezas de menor calibre, como el desternillante “Pomponio Flato” de Mendoza o el reencuentro (¡después de tantos años!) con el añorado Montalbán y el bueno de Pepe Carvalho en sus “Mares del Sur”, una lectura ideal para las dietas estivales bajas en calorías. Tendría que remontarme a los veranos casi infantiles de “Lo que el viento se llevó” o los juveniles de los tres tomos de “El señor de los anillos” (antes de su explosión mediática, cuando Tolkien era un autor para “raritos”) o a los más maduros, pero ya lejanos, siete tomos proustianos de “La búsqueda del tiempo perdido”, para reencontrarme con el cuasi olvidado placer de las lecturas oceánicas, que ha llenado este verano.

Decía Rosa Montero, en un artículo reciente, que no hay cosa más deliciosa para un lector, que sumergirse en una novela que le apasione y que esta supere las mil páginas. Eso es lo que más nos acerca a la ilusión de que las historias que nos gustan no se acaben nunca, y que pasen a formar parte perenne de nuestra vida cotidiana. Es cierto, desde luego, que una obra de arte no está determinada por su tamaño, y tan atrayente y subyugante puede ser un poema de cinco versos, como un micro relato de siete líneas o un cuento de veinte páginas (¡quien olvidaría, después de haberlos leído, “El Aleph” borgiano o “La pata de mono” de Jacobs!) pero a veces, y dando por supuesto un comparable nivel artístico, creo que el tamaño nos hace como dar un salto cualitativo a otro nivel de expresión: una ermita, un minueto, un cuento, pueden ser muy bellos en sí mismos, pero el complejo constructo de una sinfonía, el apabullante despliegue de formas de una catedral, o el mundo condensado en una gran novela suponen, además de una expresión de belleza, un reto fascinante a la capacidad humana para concebir, para ordenar, para (re)crear el mundo, para dotar a una idea surgida en la mente de una estructura tan compleja, extensa y pormenorizada que aspire a representar una imagen convincente del universo real.

Acabado el verano, no sé en qué parará esta extraña pasión mía por los textos hipertróficos, sobre todo ahora que parece que el darle a la tecla vuelve por sus cauces para desesperación de mis educados comentaristas (¡Dios les premie sus buenas acciones!). De momento desde la estantería, donde esperan pacientemente desde hace unos meses, me miran enigmáticamente los tres gigantescos tomos de “Verdes valles, colinas rojas” de Ramiro Pinilla. Os confieso que, aun en plena euforia macrolectora, me acobarda mirar de reojo el mareante grosor de cada uno de los libracos… no sé, no sé… quizá habrá que esperar al verano que viene…

13 mayo 2008

A solas con Amedeo

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Acceso a la exposición "Modigliani y su tiempo". Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid

La verdad es que entré un poco cohibido al enorme vestíbulo del palacio de Villahermosa. Me notaba raro porque hacía mucho tiempo que no acudía completamente solo a una exposición, y si digo que “hacía mucho tiempo”, es porque últimamente parece que los recuerdos me traicionan un tanto y entra dentro de lo posible que así sea, aunque de primera intención, iba a poner “nunca había entrado solo”, que es lo que mi memoria me dicta. Al menos en una exposición de relumbrón mediático como esta. En mi descargo he de decir que hasta el último día posible luché por evitarlo, pero en fin… Al pronto se siente uno un tanto bicho raro y algo tristón, rodeado por doquier de todo tipo de grupos humanos: desde acarameladas parejas juveniles hasta las inevitables hordas japonesas en pos de su cansino guía, pero luego, poco a poco, se le va sacando algún pequeño jugo al asunto.

Así, en primer lugar, aparece una trivial pero inesperada cuestión motora: uno puede pararse o pasar de largo de aquellas obras que realmente le interesen, o se la traen al pairo, respectivamente; sin tener que verse forzado a acompasar interés y recorrido con los de ningún acompañante, o dicho de otra manera, sin tener que estar vigilando todo el rato por el rabillo del ojo, ese casi imperceptible gesto de disgusto o de impaciencia del otro, cuando no comparte nuestra distribución temporal frente a las telas. Se nota uno mucho más sueltecico, y esto te produce una especie de relajación física que, según pude constatar, alivia en muchos puntos el cansancio que los recorridos museísticos causan (o me causan… no sé). En segundo lugar una cuestión mental: también queda uno liberado de tener que estar constantemente ideando comentarios ingeniosos y/o eruditos sobre los objetos artichticos expuestos, cuyo único y peregrino fin, es según los casos, el de impresionar, instruir o distraer a nuestros sufridos acompañantes (los cuales, por supuesto, la mayoría de las veces maldicen por lo bajini tan desinteresado esfuerzo) y que a la postre pueden llegar a producir un estrés mental considerable.

En fin: que el que no se consuela es porque no quiere, y allí estaba yo, como decía, entrando más solo que la una a la exposición de Amedeo Modigliani que esta semana se clausura en el museo Thyssen-Bornemisza. La muestra está fraccionada en dos ubicaciones: además de esta del museo Thyssen, otra en los salones de la fundación Caja Madrid unas manzanas más abajo por la carrera de San Jerónimo. En conjunto, una magnifica recopilación de la obra de Modigliani desde sus comienzos bajo la influencia de Paul Cézanne (¡soberbia ocasión la de poder comparar, en vivo y en directo, su obra temprana con el impresionante, y mítico para los modiglianistas, “muchacho del chaleco rojo” de Cézanne!!) hasta las obras de “madurez”, si es que puede hablarse de tal cosa para alguien que murió a los 35 años.

A destacar personalmente del conjunto de la exposición, el descubrimiento asombrado de la superior expresividad y emoción de sus retratos sobre la de los desnudos, más conocidos pero en cierto modo trivializados en demasía por el merchandising, que aunque es rigurosamente cierto, por supuesto, que destilan una potentísima carga erótica cuando uno se planta delante de ellos, acusan un tanto la impersonalización de su elaboración alimenticia por encargo de su amigo Leopold Zborowsky y el marchante Paul Guillaume. Por el contrario, para mí, como espectador, los retratos emiten de inmediato una más rotunda sensación de vida y alma, de personas reales, de seres de carne y hueso, y podría uno pasarse las horas muertas plantado delante del retrato de Mme. Zborowska, el de Anna Zborowska, o mi preferido de entre los expuestos “la mujer polaca”, extasiado ante la minuciosidad de los finísimos matices en el dibujo del rostro, el delicado equilibrio cromático de entre fondo y figura, o el alarde de composición de las ondulantes e imposibles figuras, a mitad de camino entre las máscaras africanas y los rostros angelicales de Boticelli, y que, a pesar de todo, uno acaba viendo como absolutamente naturales; detalles todos ellos que ofrecen la peculiar característica de que siendo completamente evidentes en la contemplación directa del cuadro, resultan imposibles, o casi, de apreciar en las reproducciones convencionales de papel o pantalla que estamos acostumbrados a manejar. No puede uno evitar acordarse de la frase de Paolo Giovio sobre el portentoso retrato del cardenal Francesco Alidosi de Rafael, del cual afirmaba “que se parecía más al retratado que el propio cardenal” (si tenéis ocasión, no dejéis de ver este retrato de Rafael en la planta baja del Prado: es una experiencia única. Garantizado).

Y así, al salir en aquella fresca tarde primaveral al paseo del Prado, verde y reluciente por la lluvia recién caída, solo el recuerdo en la retina de esos indescriptibles matices de los rostros de Amedeo, me consolaban, un tanto melancólicamente, de la perdida, irreversible ya, del placer de haberlos podido compartir contigo. Otro día, otro cuadro, otra emoción serán. O eso espero.

08 mayo 2008

Luz y sombra

No todo va a ser destrozar el idioma con textos plastas. También otros medios tienen derecho a sufrir nuestros desmanes, y como muestra aquí os dejo este vídeo que pergeñé hace algunas semanas en un arrebato pictórico, inspirado (de una forma bastante trivial, todo hay que decirlo) por la canción "Tríptico de luces y sombras". Este tema se publicó recientemente en el último álbum de Luis Eduardo Aute titulado "A día de hoy" (Sony BMG, 2007). Las pinturas son, obviamente, de Velázquez, Goya y Picasso y aunque la calidad de reproducción es deleznable, a mí me sirvió para entretenerme un buen rato barajándolas. Dependiendo de la máquina que tengáis a veces se ve mejor a pantalla completa. ¡Jope..!! Ya tengo mono del Prado, aunque hoy he estado cerquita, cerquita... pero eso ya lo contaremos en otra ocasión. Besillos a mis improbables lectores, convertidos hoy en espectadores (por esta vez y sin que sirva de precedente).

21 abril 2008

El Horror

Orestes y las Furias
William-Adolphe Bouguereau. Orestes persegido por las Furias (fragmento)

Recuerdo aquella vez que vi tan cerca la imagen del horror: eran los años noventaytantos y el televisor mostraba las imágenes de alguna olvidada guerra balcánica. Se veía la perspectiva de una calle y a gente aterrorizada que corría encogida por las aceras. La imagen temblaba y se agitaba con las carreras del cámara que también corría porque, según explicaba entre jadeos, varios francotiradores estaban disparando al azar a los transeúntes que circulaban por ellas. La cámara enfocó a unas jóvenes que avanzaban en cuclillas por el borde de la acera buscando algún objeto donde parapetarse. Se detuvieron un momento desconcertadas, dieron una última carrera… y entonces lo vi: allí, en medio de la imagen del televisor, las chicas se hicieron un ovillo al costado de un contenedor metálico de basura, escondiendo la cabeza entre los brazos presas del pánico. Recuerdo que sentí un vacio en la boca del estómago mientras contemplaba, hipnotizado, la imagen de aquel contenedor: era absolutamente idéntico en todos sus detalles al que, por aquel entonces, estaba en la acera de mi calle, justo frente a mi portal.

Sin pensarlo, no pude dominar el reflejo de volver la cabeza hacia la ventana del salón: era como si, en cualquier momento, los gritos de la gente o el chasquido seco de los disparos que se oían, fueran a venir de aquellos cristales y no de la pantalla. Por unos instantes mientras me levantaba acongojado y apagaba el televisor, la fría indiferencia con la que contemplamos esas imágenes mil veces repetidas, se disipó para dejarme entrever el abismo de horror que supone la violencia desbocada. El terror de esas muchachas encogidas debajo de aquel contenedor de basuras, al que yo veía todas las mañanas al salir hacia el trabajo, me hizo palpar mejor que mil razonamientos, cuan frágil es la frontera que separa nuestra vida segura y apacible del horror mas arbitrario.

Algo parecido he sentido esta vez cuando volvía la última página de “Las Benévolas” la novela de Jonathan Littell recientemente publicada en España y ganadora del premio Goncourt de 2006. La empecé al hilo de su fama, pero con un cierra reticencia por el tema. Los horrores nazis, como materia recurrente de novelas y películas, ha llegado a saturar de tal manera nuestra sensibilidad que difícilmente me resulta ya atractiva a priori como temática. Pero he de reconocer que la obra de Littell te atrapa: a pesar de sus casi mil páginas a tamaño holandesa, la mortífera carrera del jurista Doktor Maximilian Aue desde su puesto burocrático en las SS hitlerianas, hasta las progrom de Ucrania, el infierno de Stalingrado o la muerte industrial de los campos de exterminio, te deja una intensa sensación de horror, quizá no tanto (o no solo) por los hechos, inhumanos hasta la nausea, que allí se narran, como por la percepción de la “normalidad” o mejor la inevitabilidad de su comportamiento, la angustiosa sensación o la dolorosa sospecha, de que cada uno de nosotros puesto en aquellas circunstancias, pudiera haber actuado igual.

Frente a la despiadada narración en primera persona del Obersturmbannführer Aue, no caben subterfugios o reservas mentales: él también es una persona culta y sensible, él también se horroriza frente a lo que hace o ve hacer, él también siente piedad mientras remata a un agonizante en una zanja de Rusia, él también se le revuelve el estómago, o se le saltan las lágrimas, pero cumple sin vacilar y con la máxima pulcritud las ordenes que recibe, procura redactar con la mayor eficacia los informes o recolectar puntualmente las estadísticas que le solicitan sus superiores. Los estremecedores retratos que Litell hace de un Eichmann familiar y trabajador, con mas apariencia de gris funcionario que de carnicero sanguinario, o de un Höss eficiente administrador, preocupado porque no le terminan las obras del Krema IV justo ahora que tiene que atender los “envíos “ de Hungría, tienen en mí el mismo efecto devastador que aquel contenedor de basura en las imágenes del telediario: me evidencian lo cerca que se encuentra el horror más absoluto de la normalidad más corriente. La mayoría de los personajes de Littell, reales o imaginarios, no perpetran aquellos horrores por maldad o por sadismo, sino simple y llanamente porque era un trabajo que se les había encomendado y querían hacerlo lo mejor posible. Algunos porque deseaban medrar en sus carreras, otros por creerlo un deber doloroso, otros por pensar sinceramente que aquello no iba con ellos. Ni más ni menos que lo que podríamos hacer cualquiera a los que nos arrollaran las circunstancias históricas de esa manera.

No sé si los libros que uno lee, como este de “Las Benévolas” (cuyo título quizá hubiera sido más acertado traducir por “Las Furias” o “Las Euménides” en referencia al mito de Orestes) sirven para algo fuera del propio pensamiento, o si tiene sentido andar sacando “moralejas” de cada lectura: probablemente el mundo es como es, independientemente de mi voluntad, o mi creencia, o mis ideas, pero cada vez estoy más convencido de que cuanto más apacible, prospera y segura se siente una sociedad, mas necesario es mantener una auto-vigilancia sobre las propias convicciones: ignoro la razón, pero en esas circunstancias, más se afina esa línea de separación entre la normalidad y el horror o más tendemos a justificar cualquier horror ajeno para mantener la normalidad propia. Debemos aguzar los sentidos para desconfiar de cualquier Endlössung zafia o científicamente presentada, cualquier indicio de cargar culpas a colectivos, cualquier cesión a lisonjear el lado salvaje y destructivo de la masa, la más mínima tendencia a encarnizar odios entre etnias, países o regiones, cualquier absurdo encumbramiento de la propia identidad a la cima de los valores éticos, cualquier tentación, en suma, de imponer, avalar o consentir el odio, el desprecio y la violencia desde el poder o el estado. En esas circunstancias, y en una sociedad acomodada, el horror está servido.

Porque, mis queridos e improbables lectores: ese horror que “Las Benévolas” destila consiste sobre todo en que después de leerlo, en el fondo de tu alma, no te atreverías a tirar la primera piedra.

29 marzo 2008

Divagaciones

Juan Gelman
Las manos de Juan Gelman. Fotografía de Daniel Mordzinski
Hay veces en que las divagaciones que se nos vienen a la cabeza parecen encadenarse de una forma casual llevándonos, como sin querer, de una cosa a la otra, de una palabra a una imagen, y de esa imagen a un recuerdo. Fingimos maravillarnos por ello, pero en el fondo sabemos que no es casualidad (casi nada es pura casualidad, ya se sabe…). Esta vez todo empezó con la reseña de la concesión del premio Cervantes 2007 al poeta argentino Juan Gelman. Al leer su azarosa vida personal y política, la durísima historia de los sufrimientos de su familia durante la dictadura argentina, sentía una extraña sensación de “deja vu” desacoplado. Y me explico: estaba casi seguro que había tenido alguna relación con Juan Gelman, (de ahí el deja vu), pero no fui capaz de descubrir ningún recuerdo reciente de esa poesía de carácter social y político que, a tenor de los textos y reseñas del artículo, yo le atribuía (de ahí el desacople). Después de darle unas cuantas vueltas a la mollera, me asaltó de pronto la palabra que, como la chispa que prende el fuego, desencadenó la catarata de recuerdos: “Maríabadgirl”.

"Mariabadgirl" era el nick de una chica bloguera, una de las primeras adolescentes que conocí en la red allá por el año 2005. Como siempre suele pasar en este mundo virtual, no tengo demasiados datos de ella: Se llamaba María, debía tener alrededor de 20 años, vivía en Barcelona y estudiaba los primeros cursos de una carrera que nunca supe muy bien cual era. Fin de los datos. El blog de María era del tipo tardo-adolescente y nivel medio, o sea: no totalmente lleno de xq, kes y kas, corazones chispeantes y letras de canciones pop, pero tampoco de la altura literaria y/o emotiva de otros, que vendrían después. Intercambiamos varios comentarios en nuestros respectivos espacios, y justo cuando mi interés empezaba levemente a superar el nivel de la amabilidad bloguera… ¡plaf! ¡María desapareció! Total y absolutamente. Su blog, cuyas entradas llegaban con facilidad a los 80, 90 comentarios (recuerdo una ¡con 178!) se esfumó un día sin más. Nunca supe de ella, ni volví a leer ningún escrito suyo. Ella fue mi primera desaparición bloguera y la he recordado por ello muchas veces con una cierta melancolía.

Pero tenía algunos destellos la chica, y mi recuerdo esta vez se centró en un pequeño poema original que publicó en una de sus entradas. El poemilla producía una impresión muy sensual, (siendo sinceros… ¡era bastante tórrido! Jajaja). Mostraba muy bien esa peculiar mezcla de descaro, emotividad y nivel hormonal desmadrado tan característica de la adolescencia. Recuerdo que me gustó por la forma vehemente, pero al mismo tiempo elegante, de expresar un deseo erótico. Ahora siento profundamente no haber tenido la previsión de conservarlo, porque nada exacto recuerdo de él, así que tendrán que fiarse de mi criterio de que era interesante. Parte de su magia consistía en una curiosa peculiaridad: expresaba su pasión por un presunto amante exponiéndola en modo imperativo y con formas esdrújulas muy bien repartidas por el texto: “ámame”, “bésame”, “tómame”… y así “in crescendo” hasta culminar con otras que…, ejem…, no reproduciré aquí. La acumulación de esdrújulas, el ritmo sincopado y acelerado de su intensidad, junto a su acumulación física, ofrecía una preciosa metáfora de una oleada creciente de arrebato erótico que me resultó muy atractivo y así se lo expresé en un comentario a su post.

Lo curioso fue que, solo unos pocos días más tarde, leyendo casi al azar una antología poética, me encontré con un poema titulado “Oración” y que, para sorpresa mía, utilizaba la misma técnica de la acumulación de esdrújulas y con el mismo objetivo de sensualidad. No había comparación con el poemita de María: este era un poema de plena madurez, con una construcción sintáctica impecable y que, ofrecía un universo entero de sensaciones, matices e inflexiones en torno al anhelo de una presencia ajena, al deseo del otro. Sensaciones capaces de cambia con cada relectura o con situación anímica del que lee. Quedé fascinado con su belleza, y también ¡cómo no! con la percepción de la intuición de mi joven amiga al elegir una técnica tan sofisticada en sintonía con este autor. Recuerdo que no pude aguantar el deseo de comunicarle mi descubrimiento y se lo transcribí, contándole mis impresiones y acababa diciendo: “… el autor, al que no conozco de nada, es un tal Juan Gelman, argentino, creo…” .

En fin, como entiendo que esto no les haya interesado un rábano, y dado que se han tomado la molestia de llegar hasta aquí, terminemos con algo productivo: disfrutando con la emocionante poesía de Juan Gelman y, ¡claro…!, he elegido el poema “Oración” con el cual descubrí a este extraordinario poeta argentino."


Oración.

Habítame, penétrame.
Sea tu sangre una con mi sangre.
Tu boca entre a mi boca.
Tu corazón agrande el mío hasta estallar.
Desgárrame.
Caigas entera en mis entrañas.
Anden tus manos en mis manos.
Tus pies caminen en mis pies, tus pies.
Árdeme, árdeme.
Cólmeme tu dulzura.
Báñeme tu saliva el paladar.
Estés en mí como está la madera en el palito.
Que ya no puedo así, con esta sed
quemándome.

Con esta sed quemándome.
La soledad, sus cuervos, sus perros, sus pedazos.

Juan Gelman. "Violín y otras cuestiones". 1956

21 marzo 2008

La pasión perdida



Y hacia la hora sexta, la oscuridad
cubrió la tierra hasta la hora nona;
y hacia la hora nona Jesús gritó:
“¡Eli, Elí, lama asbthaní"

Marcos 15,33

La impecable azafata nos miró sonriendo y abrió la puerta con un estereotipado aunque elegante gesto. Devolviéndole la sonrisa, pasamos al interior y al entrar lo primero que me impactó fue el tamaño de la estancia: era enorme, descomunal, abrumadora para mis estándares pueblerinos. Sorprendido, abrí los ojos de par en par para intentar abarcar todo aquel espacio, pero a pesar del esfuerzo, enseguida el olfato tomó el relevo de mi atención. Un cálido aroma a madera nueva, como de mueble recién comprado, se extendía por toda la impresionante sala, completamente revestida de planchas de cerezo desde el techo hasta el suelo, sin un adorno, ni un color, ni siquiera un saliente, con ese minimalismo casi zen tan en boga en la nueva arquitectura. La estancia refulgía con un difuso resplandor ámbar que parecía resbalar suavemente por las inmensas paredes de madera desde los focos escamoteados tras enormes paneles deflectores del sonido que, como únicos adornos, colgaban con tecnológica funcionalidad del altísimo techo. Allí, al fondo, el escenario de este nuevo y flamante auditorio Riojaforum, se sucedía sin solución de continuidad con el patio de butacas en el que poco a poco, con silencio casi religioso, íbamos tomando asiento los asistentes al evento

Y lo de religioso no iba del todo desencaminado en este día, aunque aquel sin duda era el lugar más alejado que cabria imaginar del que el autor concibió para la obra que hoy nos disponíamos a escuchar, porque la verdad es que la música sacra de Johann Sebastian Bach poco tiene en común con este ultramoderno auditorio, al que parecía sobrar un cierto elitismo snob y faltar quizá, esa recogida y sobria atmosfera espiritual de las congregaciones luteranas, para cuyos templos Bach escribía esta música. Pero la obra de este año tenía otro encanto añadido: no era una de las dos pasiones “oficiales” de Bach (la de San Juan o la grandiosa de San Mateo), sino una “rara avis”, una singular pieza musical de coleccionista: una de las dos “pasiones perdidas”: concretamente la de San Marcos (la restante, de San Lucas, se da definitivamente por desaparecida).

De la “Pasión según San Marcos” de J.S. Bach estrenada el Viernes Santo de 1713, sabemos que los manuscritos originales, vendidos por su hijo a la editorial Breitkpof, se perdieron definitivamente, en los bombardeos de Dresde durante la Segunda Guerra Mundial. Por fortuna se conservaron numerosas pistas bibliográficas y documentales sobre el “aspecto” musical y las partes de que constaba este oratorio, así como el libreto original del texto del poeta Christian Friedrich Henrici (Picander) que han podido dar lugar a varias reconstrucciones probables de su contenido. El musicólogo Wilhem Rust identificó con bastante certeza tres de las seis arias de la obra así como las corales iníciales y finales. El resto de las corales surgió de forma sencilla de la colección de corales que Bach empleaba habitualmente para este tipo de obras y sobre las tres arias restantes existen diversidad de opiniones, todas ellas igualmente válidas, sobre cuáles, de las recopiladas en las múltiples colecciones bachianas, encajarían mejor en la estructura de la obra. Pero lo que parece definitivamente perdido, es la música que acompañaba a los recitativos del evangelio. Ante esto los musicólogos A. Gomme y F. Clin optaron por adaptar los recitativos de la “Pasion según San Marcos” del compositor Reinhard Keiser, contemporáneo de Bach, y que este mismo dirigió al menos en tres ocasiones. Esta versión Bach – Keiser de Gomme y Clin es la que el "Conductus Ensemble" dirigido por Andoni Sierra iba a ofrecernos esta noche, que solo Dios sabe lo parecida que podría ser a aquella que sonó en el viernes santo de 1713, y cuyo decurso podíamos seguir perfectamente en todo su desarrollo, gracias al magnífico programa de mano con el texto bilingüe completo de la obra. Estos detalles no se dejan al azar en un sitio así, claro.

Puedo aseguraros que fue una experiencia fascinante: mientras escuchaba con el ánimo encogido el ¡Crucifícale! del coro 36, pensaba en lo poco que tenemos ya en común con el ambiente espiritual en el que esta obra se creó: entre aquel tiempo y nosotros se interponen varios siglos de Ilustración, racionalismo, empirismo, materialismo, laicismo y cientos de otros “ismos” que arrumbaron con aquel mundo aún recién salido del Medievo y en el que el relato religioso de estas obras no era sentido, u oído, como un acto cultural, o un refinamiento estético, sino como una genuina comunión espiritual con la divinidad. Como apunta Eugenio Trías en su monumental “Canto de las sirenas”, Bach fue prácticamente el último representante musical del “ancienne regime”. Pero esta idea no hacía sino aumentar la poderosa admiración que sentía por aquella música que me estaba emocionando hasta el punto de seguir con la sensibilidad a flor de piel, ese relato mil veces oído, mil veces repetido. Aunque no sentía ningún éxtasis religioso, el poderoso vendaval emocional que desataba en mí la música de Bach, aún era capaz de hacerme vibrar con intensa compasión por las negaciones de Pedro, con ira y frustración por el beso de Judas, con desolada amargura por el que muere sin entender el sentido de su muerte: “¡Eli, Elí, lama asbthaní!”. La indescriptible sensación de que aquel bellísimo sonido era un invisible hilo de pura emoción humana, que unía dos siglos, dos mentes, tan separados entre sí, como dos mundos en universos paralelos.

Quizá por ello, al finalizar el concierto, volvió a invadirme casi como cada año por esta época, una extraña fascinación por ese aspecto introspectivo de la experiencia religiosa. Una y otra vez durante estos días de la incipiente primavera, añoro ese retorno contemplativo hacia el propio interior quizá con la secreta, y probablemente vana, esperanza de descubrir allí algo que dé algún sentido al mundo exterior, que lo convierta en algo personalmente trascendente. Los desencadenantes siempre son diversos: algunos años han sido los susurrantes ritos benedictinos de algún monasterio remoto, otros el amanecer en el denso silencio de un profundo bosque aún invernal y otros, como este, el recogimiento en el abstracto recinto de una música intensamente espiritual. Pero siempre un mismo deseo, un mismo anhelo repetido: quizá poder reflejar en uno mismo el primaveral despertar a la vida, recuperar de alguna manera esa pasión perdida en algún rutinario bombardeo de alguna olvidada guerra cotidiana.

10 marzo 2008

Lo útil

Comentaba Javier Cercas hace unos meses en su artículo semanal de EPS, lo curiosamente denigrado que está el concepto de “voto útil” y cómo, en la mayoría de los casos, se lo suele tratar como un efecto perverso de la mecánica electoral, que fuerza la acumulación de votos en unas pocas candidaturas, hundiendo otras que quizá tendrían también mucho que aportar. Razonaba el bueno de Cercas, que a él por el contrario, tal cosa no le parecía nada del otro mundo, ya que en el fondo el concepto de “voto útil” no deja de ser un pleonasmo, pues ¿qué otra cosa podemos desear de un voto sino que nos sea útil? Así el sentido profundo de un voto “útil” vendría a ser, más que el deseo de que gane la candidatura que tú votas, el anhelo de que no gane la que detestas.

Y al hilo de esta reflexión, no puedo tampoco dejar de acordarme de otro artículo del EPS, esta vez de Javier Marías, hace un par de semanas, que se mostraba asombrado de que en una de las múltiples encuestas preelectorales de aquellos días, se hacía la siguiente pregunta: “¿A qué partido no votaría usted nunca?” Y resultaba claro “ganador” el PP casi con un 40% de las respuestas frente a un 14% del PSOE. Se escandalizaba Marías de que, ante un resultado así, los dirigentes de tal partido no se echaran las manos a la cabeza, pues no se trataba de una condena puntual, o circunstancial, sino de un rechazo tan visceral que los encuestados declaraban que no le votarían “nunca”, pasase lo que pasase. ¡Ahí es nada! Aunque el propio Marías hacía tema de su artículo el hecho de que la mayoría de los “nunca”, que pronunciamos en nuestra vida, suelen ser mas retóricos que reales, no dejaba de pensar yo en esta noche electoral, que en ese cupo de “antivotantes” de este o aquel partido, se encuentra la principal cantera del voto útil. Y es que, en el fondo, siempre nos es más fácil identificar con sinceridad lo que detestamos que lo que deseamos, ya que esto suele ser algo amplio, difuso y cambiante, mientas que de lo primero solemos tener una más firme y mejor opinión.

Recordaba esos artículos casi clarividentes y las reflexiones que en su día me provocaron, según iban desgranándose los resultados de una jornada, en la que resulta palmario y manifiesto que el voto útil había sido llevado al paroxismo, hasta formar ese famoso “tsunami” de Gaspar Llamazares que, como primera consecuencia, se lo ha llevado por delante a él y a buena parte de su formación política. Y lo recordaba porque pese a lo que diga Cercas el voto útil, como el mío de esta vez, y tantas otras anteriores, siempre me produce una íntima desazón, una insatisfacción difusa. A pesar de que pueda suceder, como ahora, que el resultado en general, concuerde con mis expectativas “utilitaristas”, me deja con el regusto de que no he hecho lo que de verdad deseaba, o lo que realmente debía hacer, lo cual como todos mis improbables lectores sabrán, es una de las sensaciones más desagradables con las que uno pueda irse a la cama.

No. No me gustan los bipartidismos; creo que son perniciosos para la vida política y empobrecedores para la sociedad en general. Algo así como pueda serlo la biodiversidad para la naturaleza, y además exactamente por el mismo motivo: si en una de estas, las cosas vienen mal dadas, nos cae un meteorito, y nadie es capaz de dar con la respuesta de supervivencia, ¿a dónde iremos a buscar soluciones alternativas? No es que sea yo defensor de un sistema “a la italiana” en el que la atomización partidista de las instituciones las hace ingobernables y por tanto proclives a toda suerte de mafias, pero es que esta hosca bipolarización de la política a muchas personas de mi generación nos levanta los pitorros de alarma: demasiadas similitudes semánticas e ideológicas con aquellas tristemente celebres “dos Españas” que ya creíamos (¡bendita inocencia de la juventud…!) muertas y enterradas.

Poco a poco, vemos con tristeza como se agosta el campo fértil en ideas del pluralismo político de la transición, para quedar reducido a un secarral en el que continuamente se repiten hasta la saciedad dos discursos siempre idénticos a sí mismos (hasta el propio doble debate electoral televisivo parecía una burla por su idéntica repetición) y llegamos al extremo de que se reproche el diálogo o la negociación política como si de vergonzosas actividades se tratara, o se denigre el hecho de ceder en las propias posiciones como si tal cosa fuera una infamia indigna del “honor patrio”. Se nos olvida que el consenso, la negociación, el mutuo abandono de intransigencias, fue el alma de la transición y lo que nos salvó (¡por una vez en la historia…!) de una debacle anunciada.

¡Y para colmo de males, el único partido que aparece nuevo en el panorama, es anunciado a bombo y platillo por sus líderes como un partido anti-algo en lugar de pro-algo, como habría de ser para considerarlo un rayito de esperanza..! En fin… que me da la impresión que no vamos a ver, al menos en esta legislatura, nada muy interesante, ni muy ameno en el debate político que se aleje de dos loros repitiendo ciegamente el mismo discurso una y otra vez. ¡Dichosos (políticamente) los que vivís en Madrid o Barcelona ya que al menos os libráis, en parte, de la tiranía del “voto útil” (o más bien de la del “voto inútil”) y podéis dedicarlo a promocionar aquellas opciones que mas os convenzan de verdad! Como decía en sus debates el señor ZP: “Adiós y ¡suerte!”. Lo cual oído decir de un candidato hacia sus electores (aunque sea el tuyo por reducción al absurdo) , no deja de ponerle a uno los pelos como escarpias…