21 marzo 2008

La pasión perdida



Y hacia la hora sexta, la oscuridad
cubrió la tierra hasta la hora nona;
y hacia la hora nona Jesús gritó:
“¡Eli, Elí, lama asbthaní"

Marcos 15,33

La impecable azafata nos miró sonriendo y abrió la puerta con un estereotipado aunque elegante gesto. Devolviéndole la sonrisa, pasamos al interior y al entrar lo primero que me impactó fue el tamaño de la estancia: era enorme, descomunal, abrumadora para mis estándares pueblerinos. Sorprendido, abrí los ojos de par en par para intentar abarcar todo aquel espacio, pero a pesar del esfuerzo, enseguida el olfato tomó el relevo de mi atención. Un cálido aroma a madera nueva, como de mueble recién comprado, se extendía por toda la impresionante sala, completamente revestida de planchas de cerezo desde el techo hasta el suelo, sin un adorno, ni un color, ni siquiera un saliente, con ese minimalismo casi zen tan en boga en la nueva arquitectura. La estancia refulgía con un difuso resplandor ámbar que parecía resbalar suavemente por las inmensas paredes de madera desde los focos escamoteados tras enormes paneles deflectores del sonido que, como únicos adornos, colgaban con tecnológica funcionalidad del altísimo techo. Allí, al fondo, el escenario de este nuevo y flamante auditorio Riojaforum, se sucedía sin solución de continuidad con el patio de butacas en el que poco a poco, con silencio casi religioso, íbamos tomando asiento los asistentes al evento

Y lo de religioso no iba del todo desencaminado en este día, aunque aquel sin duda era el lugar más alejado que cabria imaginar del que el autor concibió para la obra que hoy nos disponíamos a escuchar, porque la verdad es que la música sacra de Johann Sebastian Bach poco tiene en común con este ultramoderno auditorio, al que parecía sobrar un cierto elitismo snob y faltar quizá, esa recogida y sobria atmosfera espiritual de las congregaciones luteranas, para cuyos templos Bach escribía esta música. Pero la obra de este año tenía otro encanto añadido: no era una de las dos pasiones “oficiales” de Bach (la de San Juan o la grandiosa de San Mateo), sino una “rara avis”, una singular pieza musical de coleccionista: una de las dos “pasiones perdidas”: concretamente la de San Marcos (la restante, de San Lucas, se da definitivamente por desaparecida).

De la “Pasión según San Marcos” de J.S. Bach estrenada el Viernes Santo de 1713, sabemos que los manuscritos originales, vendidos por su hijo a la editorial Breitkpof, se perdieron definitivamente, en los bombardeos de Dresde durante la Segunda Guerra Mundial. Por fortuna se conservaron numerosas pistas bibliográficas y documentales sobre el “aspecto” musical y las partes de que constaba este oratorio, así como el libreto original del texto del poeta Christian Friedrich Henrici (Picander) que han podido dar lugar a varias reconstrucciones probables de su contenido. El musicólogo Wilhem Rust identificó con bastante certeza tres de las seis arias de la obra así como las corales iníciales y finales. El resto de las corales surgió de forma sencilla de la colección de corales que Bach empleaba habitualmente para este tipo de obras y sobre las tres arias restantes existen diversidad de opiniones, todas ellas igualmente válidas, sobre cuáles, de las recopiladas en las múltiples colecciones bachianas, encajarían mejor en la estructura de la obra. Pero lo que parece definitivamente perdido, es la música que acompañaba a los recitativos del evangelio. Ante esto los musicólogos A. Gomme y F. Clin optaron por adaptar los recitativos de la “Pasion según San Marcos” del compositor Reinhard Keiser, contemporáneo de Bach, y que este mismo dirigió al menos en tres ocasiones. Esta versión Bach – Keiser de Gomme y Clin es la que el "Conductus Ensemble" dirigido por Andoni Sierra iba a ofrecernos esta noche, que solo Dios sabe lo parecida que podría ser a aquella que sonó en el viernes santo de 1713, y cuyo decurso podíamos seguir perfectamente en todo su desarrollo, gracias al magnífico programa de mano con el texto bilingüe completo de la obra. Estos detalles no se dejan al azar en un sitio así, claro.

Puedo aseguraros que fue una experiencia fascinante: mientras escuchaba con el ánimo encogido el ¡Crucifícale! del coro 36, pensaba en lo poco que tenemos ya en común con el ambiente espiritual en el que esta obra se creó: entre aquel tiempo y nosotros se interponen varios siglos de Ilustración, racionalismo, empirismo, materialismo, laicismo y cientos de otros “ismos” que arrumbaron con aquel mundo aún recién salido del Medievo y en el que el relato religioso de estas obras no era sentido, u oído, como un acto cultural, o un refinamiento estético, sino como una genuina comunión espiritual con la divinidad. Como apunta Eugenio Trías en su monumental “Canto de las sirenas”, Bach fue prácticamente el último representante musical del “ancienne regime”. Pero esta idea no hacía sino aumentar la poderosa admiración que sentía por aquella música que me estaba emocionando hasta el punto de seguir con la sensibilidad a flor de piel, ese relato mil veces oído, mil veces repetido. Aunque no sentía ningún éxtasis religioso, el poderoso vendaval emocional que desataba en mí la música de Bach, aún era capaz de hacerme vibrar con intensa compasión por las negaciones de Pedro, con ira y frustración por el beso de Judas, con desolada amargura por el que muere sin entender el sentido de su muerte: “¡Eli, Elí, lama asbthaní!”. La indescriptible sensación de que aquel bellísimo sonido era un invisible hilo de pura emoción humana, que unía dos siglos, dos mentes, tan separados entre sí, como dos mundos en universos paralelos.

Quizá por ello, al finalizar el concierto, volvió a invadirme casi como cada año por esta época, una extraña fascinación por ese aspecto introspectivo de la experiencia religiosa. Una y otra vez durante estos días de la incipiente primavera, añoro ese retorno contemplativo hacia el propio interior quizá con la secreta, y probablemente vana, esperanza de descubrir allí algo que dé algún sentido al mundo exterior, que lo convierta en algo personalmente trascendente. Los desencadenantes siempre son diversos: algunos años han sido los susurrantes ritos benedictinos de algún monasterio remoto, otros el amanecer en el denso silencio de un profundo bosque aún invernal y otros, como este, el recogimiento en el abstracto recinto de una música intensamente espiritual. Pero siempre un mismo deseo, un mismo anhelo repetido: quizá poder reflejar en uno mismo el primaveral despertar a la vida, recuperar de alguna manera esa pasión perdida en algún rutinario bombardeo de alguna olvidada guerra cotidiana.

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