05 septiembre 2008

El final del verano

Leyendo

Hoy, como muchos días de este verano, me he quedado mirando un tanto melancólicamente, y desde luego con bastante remordimiento, esa fecha del 13 de mayo que se exhibe impúdicamente ahí, al frente de este blog cuasi abandonado, como esas casas de los pueblos que poco a poco van viendo como se desvencijan sus ventanas y se caen sus tejas. No acabo de entender muy bien la razón de esta travesía del desierto bloguil, porque no será por falta de acontecimientos (algunos de jugoso lustre narrativo, como la caminata jacobea entre Pamplona y Logroño), ni por falta de ganas, que algunas veces incluso se han hecho angustiosas. Pero ya se sabe que en ciertas ocasiones y sobre todo en el verano, las cosas se confabulan para transcurrir un poco al margen de nuestra voluntad. Algo, como decía mi querido Laporte, como si esas cosas retornaran un tanto a la infancia y a un ritmo distinto: menos dependiente de nuestra voluntad y más ligado a los deseos emotivos e impredecibles.

Pero todo tiene un fin, y el de este verano ya está muy cercano astronómicamente hablando y desde luego ya bien sobrepasado desde el punto de vista vital. Septiembre tiene siempre ese aire de fin de fiesta, de retorno a la obligación pura y dura, que nos hace mirar hacia esos días transcurridos con un poco de nostalgia y un mucho de pesar. Y me resulta chocante que lo que más vivamente acude a mi memoria de este verano, está más relacionados con experiencias subjetivas, que con grandes viajes (que los ha habido, y preciosos) o carnales placeres (que también los ha habido, y deliciosos): una de las cosas mas curiosas en el recuerdo ha sido la experiencia lectora que he tenido prácticamente desde las fechas en que se detuvo este reloj bloguiano: hacía muchos, muchos, años que no atravesaba un periodo de tan voraz apetencia literaria y tendría que remontarme a tiempos juveniles para encontrar otro periodo tan intenso volumétricamente hablando.

En este verano lo anómalo ha sido, creo, la acumulación de lecturas de longitud inusual, quizá como una inconsciente reacción personal a esta ubicuo aluvión de minihistorias, microrelatos, nanocuentos, haikus y demás epítomes de la brevedad literaria últimamente tan de moda: casi sin solución de continuidad me he ido sumergiendo de mamotreto en mamotreto en los que las mil páginas quedaban superadas con holgura, con una satisfacción e impulso, que hacía tiempo que no me reconocía. Empezamos el buen tiempo (aun no verano astronómicamente hablando) con “Las Benévolas” de Jonathan Littell, reseñado unos pocos post antes que este, tremebunda historia de la Segunda Guerra Mundial desarrollada en 1000 páginas de un tamaño notable, que te arrastra desde Berlín a través de los devastados campos húngaros hasta las gélidas llanuras de Stalingrado en pos del horror más absoluto. Pero en fin: se ve que las fauces lectoras me quedaron chorreantes, pero todavía ansiosas con este pantagruélico aperitivo, y el azar quiso poner a mi provinciano alcance el polimórfico y enigmático “2666” de Roberto Bolaño cuyas 1200 páginas no le andan a la zaga al tocho del Littell (Por cierto si alguno de mis cuasi inexistentes lectores ha leído ambas obras ¿no ha notado una escalofriante concomitancia en ciertos pasajes que transcurren en la Rusia de la II Guerra Mundial hasta el punto de parecer algunos fragmentos de la novela casi una transcripción de la otra?).

Pero por lo que se ve, el complejo edificio de Bolaño tampoco fue suficiente para calmar los ardores lectores que me insufló este inusual verano, y así me vi compelido a atacar la trilogía “Tu rostro mañana” del pulcro académico de la lengua Javier Marías. Entre los tres tomos (y eso si no contamos “Todas las almas” como prólogo) se nos pone la cosa en 1250 páginas de ese estilo tan subjetivo y digresivo de Marías que, la verdad sea dicha, me encanta y me sorprende simultáneamente (el que un personaje levante una espada sobre la cabeza de otro, y entre ese acto y su descenso vertiginoso, transcurran diez páginas de pensamientos, disquisiciones y meditaciones, no deja de ser toda una hazaña narrativa). A caballo de unos y otros, algunas piezas de menor calibre, como el desternillante “Pomponio Flato” de Mendoza o el reencuentro (¡después de tantos años!) con el añorado Montalbán y el bueno de Pepe Carvalho en sus “Mares del Sur”, una lectura ideal para las dietas estivales bajas en calorías. Tendría que remontarme a los veranos casi infantiles de “Lo que el viento se llevó” o los juveniles de los tres tomos de “El señor de los anillos” (antes de su explosión mediática, cuando Tolkien era un autor para “raritos”) o a los más maduros, pero ya lejanos, siete tomos proustianos de “La búsqueda del tiempo perdido”, para reencontrarme con el cuasi olvidado placer de las lecturas oceánicas, que ha llenado este verano.

Decía Rosa Montero, en un artículo reciente, que no hay cosa más deliciosa para un lector, que sumergirse en una novela que le apasione y que esta supere las mil páginas. Eso es lo que más nos acerca a la ilusión de que las historias que nos gustan no se acaben nunca, y que pasen a formar parte perenne de nuestra vida cotidiana. Es cierto, desde luego, que una obra de arte no está determinada por su tamaño, y tan atrayente y subyugante puede ser un poema de cinco versos, como un micro relato de siete líneas o un cuento de veinte páginas (¡quien olvidaría, después de haberlos leído, “El Aleph” borgiano o “La pata de mono” de Jacobs!) pero a veces, y dando por supuesto un comparable nivel artístico, creo que el tamaño nos hace como dar un salto cualitativo a otro nivel de expresión: una ermita, un minueto, un cuento, pueden ser muy bellos en sí mismos, pero el complejo constructo de una sinfonía, el apabullante despliegue de formas de una catedral, o el mundo condensado en una gran novela suponen, además de una expresión de belleza, un reto fascinante a la capacidad humana para concebir, para ordenar, para (re)crear el mundo, para dotar a una idea surgida en la mente de una estructura tan compleja, extensa y pormenorizada que aspire a representar una imagen convincente del universo real.

Acabado el verano, no sé en qué parará esta extraña pasión mía por los textos hipertróficos, sobre todo ahora que parece que el darle a la tecla vuelve por sus cauces para desesperación de mis educados comentaristas (¡Dios les premie sus buenas acciones!). De momento desde la estantería, donde esperan pacientemente desde hace unos meses, me miran enigmáticamente los tres gigantescos tomos de “Verdes valles, colinas rojas” de Ramiro Pinilla. Os confieso que, aun en plena euforia macrolectora, me acobarda mirar de reojo el mareante grosor de cada uno de los libracos… no sé, no sé… quizá habrá que esperar al verano que viene…

5 comentarios:

elnaugrafodigital dijo...

Enhorabuena por su vuelta al blog. Lo del 13 de mayo daba la sensación ya de local abandonado, que uno no sabe si por derribo, traspaso o defunción. Enhorabuena también -estoy asombrado- por su capacidad lectora. Impresionante. Yo es que opino últimamente como el poeta José Luis García Martín: un libro de más de 300 páginas me parece una falta de respeto al lector. Es como un post larguísimo: habiendo tantísimo tanto por leer, no nos pueden retener tanto tiempo en un sólo libro. Pero claro, sí vd. se lee esos tochos como si fueran zipizapes... Me gustó "2666", pero no sé porqué, acabé dejandolo, a falta de dos quintas partes. Quizá son libros para leer en pleno verano, sin nada más que hacer que leer. "Tu rostro mañana" me acabó cansando, y "Las benévolas" me gustaría leerlas. Voy a justificarme, porque parezco un orco. Me gustan más los pequeños placeres literarios, que las grandes fiestas de la lectura. Pueden empacharme, aturdirme. Es una cuestión de digestión. buenos días

elnaugrafodigital dijo...

Otra chorrada gilipollesca muy de las mías. En fin, soy así, no puedo evitallo. Si ponemos un título, creo que no hace falta poner comillas y cursiva a la vez, porque es como muy redundante. O comillas o cursivas, mandan los manuales de estilo periodístico. Lo siento, dios, me odio.

Juanjo Montoliu dijo...

Compruebo que ha sido un verano intenso. Eso está bien. Y ahora espero, o mejor dicho deseo, que nos deleites con nuevas entradas tan instructivas como éstas, puesto que ya tienes el granero lleno de historias leídas y vividas.

Yo también suelo reservar los "tochos" para el verano, cuando dispongo de tiempo para leer. Este año pocas lecturas interesantes, salvo "El corazón de las tinieblas", de Conrad, con poco más de 150 páginas.

Un abrazo.
Un abrazo.

Carlos dijo...

Jajajaja... ¡La verdad es que yo hacía muchísimos años que no tenía estas lecturas gigantes! Como cosa inusitada lo reflejo aquí. Aunque si bien es cierto que nunca he sido un devoto de las historias pequeñas, este devorar uno tras otro tomazos mamotréticos me ha dejado sorprendido a mí mismo. ¿Ustedes creen que será algo malo? ¿Me curaré verdad...?


P.S. Vaaaaaale. Anoto lo de las comillas y la cursiva. Ainsssss.

elnaugrafodigital dijo...

Queremos más postsSssss!!