21 abril 2008

El Horror

Orestes y las Furias
William-Adolphe Bouguereau. Orestes persegido por las Furias (fragmento)

Recuerdo aquella vez que vi tan cerca la imagen del horror: eran los años noventaytantos y el televisor mostraba las imágenes de alguna olvidada guerra balcánica. Se veía la perspectiva de una calle y a gente aterrorizada que corría encogida por las aceras. La imagen temblaba y se agitaba con las carreras del cámara que también corría porque, según explicaba entre jadeos, varios francotiradores estaban disparando al azar a los transeúntes que circulaban por ellas. La cámara enfocó a unas jóvenes que avanzaban en cuclillas por el borde de la acera buscando algún objeto donde parapetarse. Se detuvieron un momento desconcertadas, dieron una última carrera… y entonces lo vi: allí, en medio de la imagen del televisor, las chicas se hicieron un ovillo al costado de un contenedor metálico de basura, escondiendo la cabeza entre los brazos presas del pánico. Recuerdo que sentí un vacio en la boca del estómago mientras contemplaba, hipnotizado, la imagen de aquel contenedor: era absolutamente idéntico en todos sus detalles al que, por aquel entonces, estaba en la acera de mi calle, justo frente a mi portal.

Sin pensarlo, no pude dominar el reflejo de volver la cabeza hacia la ventana del salón: era como si, en cualquier momento, los gritos de la gente o el chasquido seco de los disparos que se oían, fueran a venir de aquellos cristales y no de la pantalla. Por unos instantes mientras me levantaba acongojado y apagaba el televisor, la fría indiferencia con la que contemplamos esas imágenes mil veces repetidas, se disipó para dejarme entrever el abismo de horror que supone la violencia desbocada. El terror de esas muchachas encogidas debajo de aquel contenedor de basuras, al que yo veía todas las mañanas al salir hacia el trabajo, me hizo palpar mejor que mil razonamientos, cuan frágil es la frontera que separa nuestra vida segura y apacible del horror mas arbitrario.

Algo parecido he sentido esta vez cuando volvía la última página de “Las Benévolas” la novela de Jonathan Littell recientemente publicada en España y ganadora del premio Goncourt de 2006. La empecé al hilo de su fama, pero con un cierra reticencia por el tema. Los horrores nazis, como materia recurrente de novelas y películas, ha llegado a saturar de tal manera nuestra sensibilidad que difícilmente me resulta ya atractiva a priori como temática. Pero he de reconocer que la obra de Littell te atrapa: a pesar de sus casi mil páginas a tamaño holandesa, la mortífera carrera del jurista Doktor Maximilian Aue desde su puesto burocrático en las SS hitlerianas, hasta las progrom de Ucrania, el infierno de Stalingrado o la muerte industrial de los campos de exterminio, te deja una intensa sensación de horror, quizá no tanto (o no solo) por los hechos, inhumanos hasta la nausea, que allí se narran, como por la percepción de la “normalidad” o mejor la inevitabilidad de su comportamiento, la angustiosa sensación o la dolorosa sospecha, de que cada uno de nosotros puesto en aquellas circunstancias, pudiera haber actuado igual.

Frente a la despiadada narración en primera persona del Obersturmbannführer Aue, no caben subterfugios o reservas mentales: él también es una persona culta y sensible, él también se horroriza frente a lo que hace o ve hacer, él también siente piedad mientras remata a un agonizante en una zanja de Rusia, él también se le revuelve el estómago, o se le saltan las lágrimas, pero cumple sin vacilar y con la máxima pulcritud las ordenes que recibe, procura redactar con la mayor eficacia los informes o recolectar puntualmente las estadísticas que le solicitan sus superiores. Los estremecedores retratos que Litell hace de un Eichmann familiar y trabajador, con mas apariencia de gris funcionario que de carnicero sanguinario, o de un Höss eficiente administrador, preocupado porque no le terminan las obras del Krema IV justo ahora que tiene que atender los “envíos “ de Hungría, tienen en mí el mismo efecto devastador que aquel contenedor de basura en las imágenes del telediario: me evidencian lo cerca que se encuentra el horror más absoluto de la normalidad más corriente. La mayoría de los personajes de Littell, reales o imaginarios, no perpetran aquellos horrores por maldad o por sadismo, sino simple y llanamente porque era un trabajo que se les había encomendado y querían hacerlo lo mejor posible. Algunos porque deseaban medrar en sus carreras, otros por creerlo un deber doloroso, otros por pensar sinceramente que aquello no iba con ellos. Ni más ni menos que lo que podríamos hacer cualquiera a los que nos arrollaran las circunstancias históricas de esa manera.

No sé si los libros que uno lee, como este de “Las Benévolas” (cuyo título quizá hubiera sido más acertado traducir por “Las Furias” o “Las Euménides” en referencia al mito de Orestes) sirven para algo fuera del propio pensamiento, o si tiene sentido andar sacando “moralejas” de cada lectura: probablemente el mundo es como es, independientemente de mi voluntad, o mi creencia, o mis ideas, pero cada vez estoy más convencido de que cuanto más apacible, prospera y segura se siente una sociedad, mas necesario es mantener una auto-vigilancia sobre las propias convicciones: ignoro la razón, pero en esas circunstancias, más se afina esa línea de separación entre la normalidad y el horror o más tendemos a justificar cualquier horror ajeno para mantener la normalidad propia. Debemos aguzar los sentidos para desconfiar de cualquier Endlössung zafia o científicamente presentada, cualquier indicio de cargar culpas a colectivos, cualquier cesión a lisonjear el lado salvaje y destructivo de la masa, la más mínima tendencia a encarnizar odios entre etnias, países o regiones, cualquier absurdo encumbramiento de la propia identidad a la cima de los valores éticos, cualquier tentación, en suma, de imponer, avalar o consentir el odio, el desprecio y la violencia desde el poder o el estado. En esas circunstancias, y en una sociedad acomodada, el horror está servido.

Porque, mis queridos e improbables lectores: ese horror que “Las Benévolas” destila consiste sobre todo en que después de leerlo, en el fondo de tu alma, no te atreverías a tirar la primera piedra.